lunes, 31 de agosto de 2015

En la plenitud de la soledad el fluir de palabras se manifiesta como un torrente inagotable. Por el contrario, cuando se está escribiendo y hay un otro, no se alcanza ni la ínfima parte de inspiración que con lo anterior. No se eleva uno a lo sublime. Sin embargo, todo perdido, no está; se puede servir uno de ese otro, obligamos a las palabras a cambiar su rumbo, a un rumbo que, como la palma de nuestras manos conocemos.
Usar toda la furia del lenguaje en su contra. Examinarle rigurosamente. En silencio, emanar en el escrito toda nuestra sed de venganza.
Ver en ese otro a todos los otros. Muertos y vivos. Ver en él a una muchedumbre irascible, ver al Gadareno desnudo con sus legiones revolcándose en el polvo al borde de un barranco. Ver a Hitler y a Stalin. A Mao, a Franco. Y a todos los dictadores.

 Mirarte al espejo.

 Su fealdad corporal, sus gesticulaciones insulsecas, verle simplemente como una guardería de bacterias, como un ácaro más, una partícula más, una partícula que logró escabullirse de un agujero negro.
Su cuerpo, esa “máquina de secreciones”, saco de huesos secos, degradándose paulatinamente. Una certeza.
Pero está ahí, frente a nosotros, o quizá detrás de nosotros, o a los lados. O quizá no está,  ha partido, emigró a otro sitio. O quizá no ha estado nunca aquí. Lo ignoro. No me permito la certeza de nada, hoy en día no estamos para esos lujos.
¿Cómo nos deshacemos de un otro sin pecar de descortesía? Advirtamos la viga que tenemos en los ojos. Afrentémonos delante de él, seguramente se avergonzará también, se percibirá reflejado, proyectado, claro. ¿Será suficiente para que se marche? Lo dudo.
¿Cómo es que se castiga a aquel que interrumpe nuestro soliloquio eterno? No manejo dicha respuesta. En Fin. Terminemos con esto. Resulta más prudente ser nosotros quienes nos evaporemos.



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