lunes, 25 de noviembre de 2013

El Gato Negro

Edgar Allan Poe


No espero ni remotamente que se conceda el menor crédito a la
extraña, aunque familiar historia que voy a relatar. Sería verdaderamente
insensato esperarlo cuando mis mismos sentidos rechazan su propio
testimonio. No obstante, yo no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero,
por si muero mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me propongo presentar
ante el mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una serie de
sencillos sucesos domésticos. Por sus consecuencias, estos sucesos me han
torturado, me han anonadado. Con todo, sólo trataré de aclararlos. A mí
sólo horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez menos
terribles que estrambóticos. Quizá más tarde surja una inteligencia que de
a mi visión una forma regular y tangible; una inteligencia más serena, más
lógica, y, sobre todo, menos excitable que la mía, que no encuentre en las
circunstancias que relato con horror más que una sucesión de causas y de
efectos naturales.
La docilidad y la humanidad fueron mis características durante mi niñez.
Mi ternura de corazón era tan extremada, que atrajo sobre mí las burlas de
mis camaradas. Sentía extraordinaria afición por los animales, y mis
parientes me habían permitido poseer una gran variedad de ellos. Pasaba
en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer o acariciaba. Esta singularidad de mi carácter
aumentó con los años, y cuando llegué a ser un hombre, vino a constituir
uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un
perro fiel e inteligente, no es preciso que explique la naturaleza o la
intensidad de goces que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado
amor de un animal, en su abnegación, algo que va derecho al corazón del
que ha tenido frecuentes ocasiones de experimentar su humilde amistad,
su fidelidad sin límites. Me casé joven, y tuve la suerte de encontrar en mi
esposa una disposición semejante a la mía. Observando mi inclinación
hacia los animales domésticos, no perdonó ocasión alguna de
proporcionarme los de las especies más agradables. Teníamos pájaros, un
pez dorado, un perro hermosísimo, conejitos, un pequeño mono y un gato.
Este último animal era tan robusto como hermoso, completamente negro y
de una sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en
el fondo era bastante supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua
creencia popular, que veía brujas disfrazadas en todos los gatos negros.
Esto no quiere decir que ella tomase esta preocupación muy en serio, y si
lo menciono, es sencillamente porque me viene a la memoria en este
momento. Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi
camarada. Yo le daba de comer y él me seguía por la casa adondequiera
que iba. Esto me tenía tan sin cuidado, que llegué a permitirle que me
acompañase por las calles.
Nuestra amistad subsistió así muchos años, durante los cuales mi
carácter, por obra del demonio de la intemperancia, aunque me
avergüence de confesarlo, sufrió una alteración radical. Me hice de día en
día más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos.
Llegué a emplear un lenguaje brutal con mi mujer. Más tarde, hasta la
injurié con violencias personales. Mis pobres favoritos, naturalmente,
sufrieron también el cambio de mi carácter. No solamente los abandonaba,
sino que llegué a maltratarlos. El afecto que a Plutón todavía conservaba
me impedía pegarle, así como no me daba escrúpulo de maltratar a los
conejos, al mono y aun al perro, cuando por acaso o por cariño se
atravesaban en mi camino. Mi enfermedad me invadía cada vez más, pues
¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, y, con el tiempo, hasta el
mismo Plutón, que mientras tanto envejecía y naturalmente se iba
haciendo un poco desapacible, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal
humor.
Una noche que entré en casa completamente borracho, me pareció que el
gato evitaba mi vista. Lo agarré, pero, espantado de mi violencia, me hizo
en una mano con sus dientes una herida muy leve. Mi alma pareció que
abandonaba mi cuerpo, y una rabia más que diabólica, saturada de
ginebra, penetró en cada fibra de mí ser. Saqué del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y
deliberadamente le hice saltar un ojo de su órbita. Me avergüenzo, me
consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
Por la mañana, al recuperar la razón, cuando se hubieron disipado los
vapores de mi crápula nocturna, experimenté una sensación mitad horror
mitad remordimiento, por el crimen que había cometido; pero fue sólo un
débil e inestable pensamiento, y el alma no sufrió las heridas.
Persistí en mis excesos, y bien pronto ahogué en vino todo recuerdo de mi
criminal acción.
El gato sanó lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, en verdad,
un aspecto horroroso, pero en adelante no pareció sufrir. Iba y venía por la
casa, según su costumbre; pero huía de mí con indecible horror.
Aún me quedaba lo bastante de mi benevolencia anterior para sentirme
afligido por esta antipatía evidente de parte de un ser que tanto me había
amado. Pero a este sentimiento bien pronto sucedió la irritación. Y
entonces desarrollose en mí, para mi postrera e irrevocable caída, el
espíritu de la perversidad, del que la filosofía no hace mención. Con todo,
tan seguro como existe mi alma, yo creo que la perversidad es uno de los
primitivos impulsos del corazón humano; una de las facultades o
sentimientos elementales que dirigen al carácter del hombre. ¿Quién no se
ha sorprendido cien veces cometiendo una acción sucia o vil, por la sola
razón de saber que no la debía cometer? ¿No tenemos una perpetua
inclinación, no obstante la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es
ley, sencillamente porque comprendemos que es ley? Este espíritu de
perversidad, repito, causó mi ruina completa. El deseo ardiente, insondable
del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de
hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el Suplicio a que
había condenado al inofensivo animal. Una mañana, a completa sangre
fría, le puse un nudo corredizo alrededor del cuello y lo colgué de una rama
de un árbol; lo ahorqué con los ojos arrasados en lágrimas,
experimentando el más amargo remordimiento en el corazón; lo ahorqué
porque me constaba que me había amado y porque sentía que no me
hubiese dado ningún motivo de cólera; lo ahorqué porque sabía que
haciéndolo así cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía mi
alma inmortal, al punto de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la
misericordia infinita del Dios misericordioso y terrible.
En la noche que siguió al día en que fue ejecutada esta cruel acción, fui
despertado a los gritos de «¡fuego!» Las cortinas de mi lecho estaban
convertidas en llamas. Toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad
escapamos del incendio mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue
completa. Se aniquiló toda mi fortuna, y entonces me entregué a la
desesperación.
No trato de establecer una relación de la causa con el efecto, entre la
atrocidad y el desastre: estoy muy por encima de esta debilidad. Sólo doy
cuenta de una cadena de hechos, y no quiero que falte ningún eslabón. El
día siguiente al incendio visité las ruinas. Los muros se habían desplomado,
exceptuando uno solo, y esta única excepción fue un tabique interior poco
sólido, situado casi en la mitad de la casa, y contra el cual se apoyaba la
cabecera de mi lecho. Dicha pared había escapado en gran parte a la
acción del fuego, cosa que yo atribuí a que había sido recientemente
renovada. En torno de este muro agrupábase una multitud de gente y
muchas personas parecían examinar algo muy particular con minuciosa y
viva atención. Las palabras «¡extraño!» «¡singular!» y otras expresiones
semejantes excitaron mi curiosidad. Me aproximé y vi, a manera de un bajo
relieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gato gigantesco.
La imagen estaba estampada con una exactitud verdaderamente
maravillosa.
Había una cuerda alrededor del cuello del animal. Al momento de ver esta
aparición, pues como a tal, en semejante circunstancia, no podía por
menos de considerarla, mi asombro y mi temor fueron extraordinarios.
Pero, al fin, la reflexión vino en mi ayuda. Recordé entonces que el gato
había sido ahorcado en un jardín, contiguo a la casa. A los gritos de
alarma, el jardín habría sido inmediatamente invadido por la multitud y el
animal debió haber sido descolgado del árbol por alguno y arrojado en mi
cuarto a través de una ventana abierta. Esto seguramente, había sido
hecho con el fin de despertarme. La caída de los otros muros había
aplastado a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido;
la cal de este muro, combinada con las llamas y el amoníaco desprendido
del cadáver, habrían formado la imagen, tal como yo la veía. Merced a este
artificio logré satisfacer muy pronto a mi razón, mas no pude hacerlo tan
rápidamente con mi conciencia, por que el suceso sorprendente que acabo
de relatar, grabóse en mi imaginación de una manera profunda. Hasta
pasados muchos meses no pude desembarazarme del espectro del gato, y
durante este período envolvió mi alma un semi sentimiento, muy semejante
al remordimiento. Llegué hasta llorar la pérdida del animal y a buscar en
torno mío, en los tugurios miserables, que tanto frecuentaba
habitualmente, otro favorito de la misma especie y de una figura parecida
que lo reemplazara.
Ocurrió que una noche que me hallaba sentado, medio aturdido, en una
taberna más que infame, fue repentinamente solicitada mi atención hacia
un objeto negro que reposaba en lo alto de uno de esos inmensos toneles
de ginebra o ron que componían el principal ajuar de la sala. Hacía algunos
momentos que miraba a lo alto de este tonel, y lo que me sorprendía era
no haber notado más pronto el objeto colocado encima. Me aproximé,
tocándolo con la mano.
Era un enorme gato, tan grande por lo menos como Plutón, e igual a él en
todo, menos en una cosa. Plutón no tenía ni un pelo blanco en todo el
cuerpo, mientras que éste tenía una salpicadura larga y blanca, de forma
indecisa que le cubría casi toda la región del pecho.
No bien lo hube acariciado cuando se levantó súbitamente, prorrumpió en
continuado ronquido, se frotó contra mi mano y pareció muy contento de
mi atención. Era, pues, el verdadero animal que yo buscaba. Al momento
propuse, al dueño de la taberna comprarlo, pero éste no se dio por
entendido: yo no lo conocía ni lo había visto nunca antes de aquel
momento. Continué acariciándolo y, cuando me preparaba a regresar a mi
casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo
hiciera, agachándome de vez en cuando para acariciarlo durante el camino.
Cuando estuvo en mi casa, se encontró como en la suya, e hízose en
seguida gran amigo de mi mujer. Por mi parte, bien pronto sentí nacer
antipatía contra él. Era casualmente lo contrario de lo que yo había
esperado; no sé cómo ni por qué sucedió esto: su empalagosa ternura me
disgustaba, fatigándome casi. Poco a poco, estos sentimientos de disgusto
y fastidio convirtiéronse en odio.
Esquivaba su presencia; pero una especie de sensación de bochorno y el
recuerdo de mi primer acto de crueldad me impidieron maltratarlo. Durante
algunas semanas me abstuve de golpearlo con violencia; llegué a tomarle
un indecible horror, y a huir silenciosamente de su odiosa presencia, como
de la peste.
Seguramente lo que aumentó mi odio contra el animal fue el
descubrimiento que hice en la mañana siguiente de haberlo traído a casa:
lo mismo que Plutón, él también había sido privado de uno de sus ojos.
Esta circunstancia hizo que mi mujer le tomase más cariño, pues, como ya
he dicho, ella poseía en alto grado esta ternura de sentimientos que había
sido mi rasgo característico y el manantial frecuente de mis más sencillos y
puros placeres.
No obstante, el cariño del gato hacia mí parecía acrecentarse en razón
directa de mi aversión contra él. Con implacable tenacidad, que no podrá
explicarse el lector, seguía mis pasos. Cada vez que me sentaba,
acurrucábase bajo mi silla o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con
sus repugnantes caricias.
Si me levantaba para andar, se metía entre mis piernas y casi me hacía
caer al suelo, o bien introduciendo sus largas y afiladas garras en mis
vestidos, trepaba hasta mi pecho.
En tales momentos, aunque hubiera deseado matarlo de un solo golpe, me
contenía en parte por el recuerdo de mi primer crimen, pero principalmente
debo confesarlo, por el terror que me causaba el animal.
Este terror no era de ningún modo el espanto que produce la perspectiva
de un mal físico, pero me sería muy difícil denominarlo de otro modo. Lo
confieso abochornado. Sí; aun en este lugar de criminales, casi me
avergüenzo al afirmar que el miedo y el horror que me inspiraba el animal
se habían aumentado por una de las mayores fantasías que es posible
concebir.
Mi mujer habíame hecho notar más de una vez el carácter de la mancha
blanca de que he hablado y en la que estribaba la única diferencia aparente
entre el nuevo animal y el matado por mí. Seguramente recordará el lector
que esta marca, aunque grande, estaba primitivamente indefinida en su
forma, pero lentamente, por grados imperceptibles, que mi razón se
esforzó largo tiempo en considerar como imaginarios, había llegado a
adquirir una rigurosa precisión en sus contornos. Presentaba la forma de
un objeto que me estremezco sólo al nombrarlo: y esto era lo que sobre
todo me hacía mirar al monstruo con horror y repugnancia, y me habría
impulsado a librarme de él, ni me hubiera atrevido: la imagen de una cosa
horrible y siniestra, la imagen de la horca. ¡Oh lúgubre y terrible aparato,
instrumento del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Y heme aquí convertido en un miserable, más allá de la miseria de la
humanidad. Un animal inmundo, cuyo hermano yo había con desprecio
destruido, una bestia bruta creando para mí -para mí, hombre formado a
imagen del Altísimo-, un tan grande e intolerable infortunio. ¡Desde
entonces no volví a disfrutar de reposo, ni de día ni de noche! Durante el
día el animal no me dejaba ni un momento, y por la noche, a cada instante,
cuando despertaba de mi sueño, lleno de angustia inexplicable, sentía el
tibio aliento de la alimaña sobre mi rostro, y su enorme peso, encarnación
de una pesadilla que no podía sacudir, posado eternamente sobre mi
corazón.
Tales tormentos influyeron lo bastante para que lo poco de bueno que
quedaba en mí desapareciera. Vinieron a ser mis íntimas preocupaciones
los más sombríos y malvados pensamientos. La tristeza de mi carácter
habitual se acrecentó hasta odiar todas las cosas y a toda la humanidad; y,
no obstante, mi mujer no se quejaba nunca, ¡ay! ella era de ordinario el
blanco de mis iras, la más paciente víctima de mis repentinas, frecuentes e
indomables explosiones de una cólera a la cual me abandonaba
ciegamente.
Ocurrió, que un día que me acompañaba, para un quehacer doméstico, al
sótano del viejo edificio donde nuestra pobreza nos obligaba a habitar, el
gato me seguía por la pendiente escalera, y, en ese momento, me
exasperó hasta la demencia. Enarbolé el hacha, y, olvidando en mi furor el
temor pueril que hasta entonces contuviera mi mano, asesté al animal un
golpe que habría sido mortal si le hubiese alcanzado como deseaba; pero el
golpe fue evitado por la mano de mi mujer. Su intervención me produjo
una rabia más que diabólica; desembaracé mi brazo del obstáculo y le
hundí el hacha en el cráneo. Y sucumbió instantáneamente, sin exhalar un
solo gemido mi desdichada mujer.
Consumado este horrible asesinato, traté de esconder el cuerpo.
Juzgué que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de
noche, sin correr el riesgo de ser observado por los vecinos. Numerosos
proyectos cruzaron por mi mente. Pensé primero en dividir el cadáver en
pequeños trozos y destruirlos por medio del fuego. Discurrí luego cavar una
fosa en el suelo del sótano. Pensé más tarde arrojarlo al pozo del patio:
después meterlo en un cajón, como mercancía, en la forma acostumbrada,
y encargar a un mandadero que lo llevase fuera de la casa. Finalmente, me
detuve ante una idea que consideré la mejor de todas.
Resolví emparedarlo en el sótano, como se dice que los monjes de la Edad
Media emparedaban a sus víctimas. En efecto, el sótano parecía muy
adecuado para semejante operación. Los muros estaban construidos muy a
la ligera, y recientemente habían sido cubiertos, en toda su extensión de
una capa de mezcla, que la humedad había impedido que se endureciese.
Por otra parte, en una de las paredes había un hueco, que era una falsa
chimenea, o especie de hogar, que había sido enjabegado como el resto
del sótano. Supuse que me sería fácil quitar los ladrillos de este sitio,
introducir el cuerpo y colocarlos de nuevo de manera que ningún ojo
humano pudiera sospechar lo que allí se ocultaba. No salió fallido mi
cálculo. Con ayuda de una palanqueta, quité con bastante facilidad los
ladrillos, y habiendo colocado cuidadosamente el cuerpo contra el muro
interior, lo sostuve en esta posición hasta que hube reconstituido, sin gran
trabajo toda la obra de fábrica. Habiendo adquirido cal y arena con todas
las precauciones imaginables, preparé un revoque que no se diferenciaba
del antiguo y cubrí con él escrupulosamente el nuevo tabique. El muro no
presentaba la más ligera señal de renovación.
Hice desaparecer los escombros con el más prolijo esmero y expurgué el
suelo, por decirlo así. Miré triunfalmente en torno mío, y me dije: «Aquí, a
lo menos, mi trabajo no ha sido perdido».
Lo primero que acudió a mi pensamiento fue buscar al gato, causa de tan
gran desgracia, pues, al fin, había resuelto darle muerte. De haberle
encontrado en aquel momento, su destino estaba decidido; pero, alarmado
el sagaz animal por la violencia de mi reciente acción, no osaba presentarse
ante mí en mi actual estado de ánimo.
Sería tarea imposible describir o imaginar la profunda, la feliz sensación
de consuelo que la ausencia del detestable animal produjo en mi corazón.
No apareció en toda la noche, y por primera vez desde su entrada en mi
casa, logré dormir con un sueño profundo y sosegado: sí, dormí, como un
patriarca, no obstante tener el peso del crimen sobre el alma.
Transcurrieron el segundo y el tercer día, sin que volviera mi verdugo. De
nuevo respiré como hombre libre. El monstruo en su terror, había
abandonado para siempre aquellos lugares. Me parecía que no lo volvería a
ver. Mi dicha era inmensa. El remordimiento de mi tenebrosa acción no me
inquietaba mucho. Instruyose una especie de sumaria que fue sobreseída
al instante. La indagación practicada no dio el menor resultado. Habían
pasado cuatro días después del asesinato, cuando una porción de agentes
de policía se presentaron inopinadamente en casa, y se procedió de nuevo
a una prolija investigación. Como tenía plena confianza en la
impermeabilidad del escondrijo, no experimenté zozobra. Los funcionarios
me obligaron a acompañarlos en el registro, que fue minucioso en extremo.
Por último, y por tercera o cuarta vez, descendieron al sótano. Mi corazón
latía regularmente, como el de un hombre que confía en su inocencia.
Recorrí de uno a otro extremo el sótano, crucé mis brazos sobre mi pecho y
me paseé afectando tranquilidad de un lado para otro.
La justicia estaba plenamente satisfecha, y se preparaba a marchar. Era
tanta la alegría de mi corazón, que no podía contenerla. Me abrasaba el
deseo de decir algo, aunque no fuese más que una palabra en señal de
triunfo, y hacer indubitable la convicción acerca de mi inocencia.
-Señores -dije, al fin, cuando la gente subía la escalera-, estoy satisfecho
de haber desvanecido vuestras sospechas. Deseo a todos buena salud y un
poco más de cortesía. Y de paso caballeros, vean aquí una casa
singularmente bien construida (en mi ardiente deseo de decir alguna cosa,
apenas sabía lo que hablaba). Yo puedo asegurar que ésta es una casa
admirablemente hecha. Esos muros... ¿Van ustedes a marcharse, señores?
Estas paredes están fabricadas sólidamente.
Y entonces, con una audacia frenética, golpeé fuertemente con el bastón
que tenía en la mano precisamente sobre la pared de tabique detrás del
cual estaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Ah! que al menos Dios me proteja y me libre de las garras del demonio.
No se había extinguido aún el eco de mis golpes, cuando una voz surgió del
fondo de la tumba: un quejido primero, débil y entrecortado como el
sollozo de un niño, y que aumentó después de intensidad hasta convertirse
en un grito prolongado, sonoro y continuo, anormal y antihumano, un
aullido, un alarido a la vez de espanto y de triunfo, como solamente puede
salir del infierno, como horrible armonía que brotase a la vez de las
gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios
regocijándose en sus padecimientos.
Relatar mi estupor sería Insensato. Sentí agotarse mis fuerzas, y caí
tambaleándome contra la pared opuesta. Durante un instante, los agentes,
que estaban ya en la escalera, quedaron paralizados por el terror. Un
momento después, una docena de brazos vigorosos caían demoledores
sobre el muro, que vino a tierra en seguida.
El cadáver, ya bastante descompuesto y cubierto de sangre cuajada,
apareció rígido ante la vista de los espectadores. Encima de su cabeza, con
las rojas fauces dilatadas y el ojo único despidiendo fuego, estaba subida la
abominable bestia, cuya malicia me había inducido al asesinato, y cuya voz
acusadora me había entregado al verdugo...
Al tiempo mismo de esconder a mi desgraciada víctima, había emparedado al monstruo.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La máscara de la muerte roja


Edgar Allan Poe.


La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

viernes, 1 de noviembre de 2013

¿Qué queda?

El nihilismo puede parecer muy complicado porque en el entorno actual es necesario describirlo en términos de una existencia negativa y compararlo contra esto o aquello. Se trata de aceptar lo que es y trabajar dentro de ese marco para generar un estilo de vida eficaz y una perspectiva natural. Muy a menudo nuestro planeta moderno de alta tecnología nos hace creer que parece confuso y que se requiere de un especialista Alemán para analizarlo, por lo tanto debe ser complicado. Lo que digo es que no necesitas nada de esa mierda. No necesitas creer en Dios o Belcebú o cualquier otra cosa que no se pueda verificar o comprobar de ninguna forma.  No necesitas creer que el ser humano es intrínsecamente malvado o en el pecado original. Se necesita mucho esfuerzo en vano para luchar con el bien y el mal. La gente literalmente se tortura a sí misma con dilemas morales y éticos en calabozos creados por ella misma que a final de cuentas no importan. Por esta razón la filosofía nihilista da una paliza en la arena de las ideas porque sólo es una ideología de nada. Por eso me gusta llamarlo anti-ideología. Simplemente no juega con esas reglas, porque esas reglas son arbitrarias; sólo existen en el entorno mental-social. Y si otras personas quieren vivir dentro de ese mundo fantasioso de intelecto nublado y auto tortura, entonces no voy a detenerlos; que se diviertan ... aborreciendo la vida.
Es importante también darse cuenta que el nihilismo no es como cualquier otra "ideología" que establece como primicia una meta vaga en el futuro y obliga a que todo lo presente se ajuste a esa fantasía. El nihilismo está contra el orden, es lo opuesto a cualquier otra ideología y teología que busca imponer una concepción absoluta de la manera en que deben ser las cosas, ya que simplemente esa no es la manera en que funcionan las cosas. La vida no puede controlarse por una simple y confeccionada respuesta universal o construyendo un orden perfecto que durará por siempre. El nihilismo funciona con la expectativa de que el futuro y sus requerimientos siempre son desconocidos y lo que podemos hacer es prepararnos para ajustarnos al presente e intentar enfrentar cualquier reto que surja en el transcurso de la existencia; de esta manera el nihilismo no se preocupa mucho por las consecuencias como lo hace con el aquí y ahora, de aquí su propia definición.