sábado, 9 de mayo de 2015

UNA MADRE, CHARLES BUKOWSKI, Relato completo


La madre de Eddie tenía los dientes saltones; yo también. Y recuerdo una vez que subíamos juntos la cuesta hacia la tienda y ella dijo: «Henry, los dos necesitamos una ortodoncia. ¡Tenemos una dentadura horrible!» Yo subía la cuesta con ella, orgullosísimo. Ella llevaba un vestido amarillo muy ceñido, de flores, y tacones altos y se movía la mar de ondulante, y los tacones hacían die, die, die en la acera y yo pensaba: voy con la madre de Eddie y ella va conmigo y subimos juntos la cuesta. No hubo más que eso; yo entré en la tienda a comprar una barra de pan para mis padres y ella compró sus cosas. No hubo más, eso fue todo.

Me gustaba ir a casa de Eddie. Su madre estaba siempre allí sentada en una butaca con un vaso en la mano, las piernas cruzadas, muy levantadas, podía verle dónde terminaban las medias y empezaba la piel desnuda. Me gustaba la madre de Eddie, era una auténtica señora. Cuando yo entraba, me decía: «¡Hola, Henry!», y sonreía y no se bajaba la falda. El padre de Eddie también me decía hola. Era un tipo grande y estaba allí sentado, también con un vaso en la mano. No era fácil encontrar trabajo en 1933; y, además, el padre de Eddie no podía trabajar. Había sido aviador en la Primera Guerra Mundial y le habían derribado. Tenía alambres en los brazos en vez de huesos, así que se pasaba la vida allí sentado, bebiendo con la madre de Eddie. Siempre estaba oscuro allí, en la sala donde se pasaban el día bebiendo. Pero la madre de Eddie se reía en todo momento.

Eddie y yo hacíamos aviones, los hacíamos con tablillas de madera barata. No volaban, losmovíamos por el aire con las manos. Eddie tenía un Spad y yo tenía un Fokker. Habíamos visto Angeles delinfierno, de Jean Harlow. A mí, Jean Harlow me parecía mucho menos sexy que la madre de Eddie. Por supuesto, no le hablaba a Eddie de su madre. Luego me di cuenta de que Eugene empezaba a rondarnos. Eugene era otro chaval que tenía un Spad, pero yo podía hablar con él de la madre de Eddie. Cuando teníamos oportunidad, hacíamos combates muy buenos, dos Spad contra un Fokker. Yo lo hacía lo mejor que podía, pero normalmente me derribaban. Siempre que me veía en un apuro, hacía una Immelman. Leíamos las antiguas revistas de aviación, la mejor era flying Aces. Yo escribí incluso algunas cartas al director, y él me contestó. La vuelta Immelman, me escribió, era casi imposible. Se sometía a las alas a una presión demasiado grande. Pero yo a veces tenía que utilizarla, sobre todo cuando me ametrallaban por la cola. Normalmente se me rompían las alas y tenía que saltar en paracaídas.

Cuando Eddie no estaba, hablábamos de su madre.—¡Dios, qué piernas!—Y no le importa enseñarlas.—Cuidado, que viene Eddie.

Eddie no tenía ni idea de que hablábamos en ese plan de su madre. A mí me daba un poco de vergüenza, pero no podía evitarlo. Desde luego, no quería que él pensase en mi madre de la misma manera. Claro que mi madre no era así. Ninguna otra madre era así. Quizá tuviesen algo que ver con el asunto aquellos dientes saltones. Quiero decir que mirabas y veías aquellos dientes de conejo que estaban un poco amarillos y luego bajabas la vista y veías aquellas piernas cruzadas muy alto, con un pie balanceándose. Sí, yo también tenía los dientes saltones.En fin, el caso es que Eugene y yo seguíamos yendo por allí y haciendo combates, y yo hacía misImmelmans y se me rompían las alas. Pero teníamos otro juego y Eddie también jugaba.Hacíamos vuelos acrobáticos y carreras. Salíamos y corríamos grandes riesgos, pero lo cierto es que siempre volvíamos sanos y salvos. Y, con frecuencia, aterrizábamos en el jardín de casa. Todos teníamos una casa y teníamos una mujer, y nuestras mujeres estaban esperándonos. Explicábamos cómo iban vestidas nuestras mujeres. No llevaban mucha ropa encima. La de Eugene era la que menos llevaba. En realidad, llevaba un vestido con un gran agujero en la parte delantera. Y salía así vestida a esperar a Eugene a la puerta. Mi mujer no era tan atrevida, pero tampoco llevaba mucha ropa. Todos hacíamos el amor continuamente. Hacíamos el amor a nuestras mujeres sin parar. Nunca tenían bastante. Mientras nosotros estábamos fuera haciendo acrobacias y carreras y arriesgando la vida, ellas se quedaban en casa esperándonos y esperándonos. Y nos amaban sólo a nosotros, no querían a ningún otro. A veces, procurábamos olvidarnos de ellas y volver a los combates. Y así pasábamos casi todas las tardes. El padre y la madre de Eddie estaban allí dentro bebiendo, y de vez en cuando oíamos la risa de la madre de Eddie.

Un día, Eugene y yo fuimos a casa de Eddie y le llamamos, pero no salía.—¡Eh, Eddie, qué pasa, hombre, sal!Eddie no salía.—Ahí dentro pasa algo —dijo Eugene—. Yo sé que ahí dentro pasa algo malo.—A lo mejor han asesinado a alguien.—Lo mejor sería que entrásemos.—¿Crees que deberíamos?—Sería lo mejor.La puerta de rejilla se abrió y entramos. Estaba oscuro, como siempre. De pronto, oímos una solapalabra:—¡Mierda!La madre de Eddie estaba tumbada en la cama del dormitorio. Estaba borracha. Tenía las piernasalzadas y el vestido subido. Eugene me cogió del brazo.—¡Dios mío, mira eso!

Era magnífico, Dios santo, sí, era magnífico; pero yo sentía demasiado miedo para apreciarlo. ¿Y si llegaba alguien y nos encontraba allí mirando? Tenía el vestido subido y estaba borracha, con aquellos muslos al aire, y casi podías verle las bragas.—¡Eugene, oye, vámonos de aquí!—No, vamos a mirar. Yo quiero verla. ¡Mira todo lo que enseña!

Recordé una vez que hice auto-stop y me recogió una mujer. Llevaba la falda subida hasta la cintura. Bueno, casi hasta la cintura. Yo aparté la vista, volví a mirar, y me dio miedo. Ella me hablaba como si nada mientras yo miraba por el parabrisas y contestaba a sus preguntas. «¿Adonde vas?» «Bonito día, ¿eh?» Pero yo estaba muy asustado. No sabía qué hacer, pero temía que si hacía algo habría problemas. Que se pondría a gritar, o llamaría a la policía. Así que, de vez en cuando, miraba de reojo y luego apartaba la vista. Por fin me dejó bajarme.También la madre de Eddie me daba miedo.—Oye, Eugene, me largo.—Está borracha; ni siquiera se da cuenta de que estamos aquí.—El muy hijo de puta se largó —dijo ella desde la cama—. Se largó y se llevó al chaval, a mi hijo...—Está hablando —dije.—Está como una cuba —dijo Eugene—. No se da cuenta de nada.Avanzó hacia la cama.—Ahora vas a ver.Le cogió la falda y se la subió aún más. Se la subió para que yo pudiera verle las bragas. Eran de color rosa.—¡Eugene, yo me voy!—¡Gallina!

Eugene se quedó allí mirándole los muslos y las bragas. Se quedó allí mucho rato. Luego, sacó el pene. Yo oía sollozar a la madre de Eddie. Se movió en la cama. Sólo un poco. Eugene se acercó más. Luego, le rozó el muslo con la punta del pene. Ella sollozó otra vez. Entonces, Eugene se corrió. Le echó el esperma por todo el muslo y parecía tener mucho. Vi los chorretones bajándole pierna abajo. La madre de Eddie dijo entonces:«¡Mierda!» Y se incorporó de repente en la cama. Eugene salió corriendo delante de mí hacia la puerta. Yo me volví y también salí corriendo. Eugene tropezó con la nevera en la cocina, rebotó y salió de, un salto por la puerta. Yo la seguí y seguimos corriendo calle abajo. No paramos hasta mi casa.

Seguimos corriendo por la entrada de coches y entramos en el garaje corriendo y cerramos las puertas.—¿Crees qué nos vio? —pregunté.—No sé. Me corrí encima de las bragas rosa.—Estás loco. ¿Por qué lo hiciste?—Porque me puse muy caliente. No pude evitarlo. No podía dominarme.—Iremos a la cárcel.—Tú no hiciste nada. Fui yo quien le roció la pierna.—Yo estaba mirando.—Oye, mira —dijo Eugene—, creo que lo mejor es que me vaya a casa.—Está bien, vamos.

Le vi tomar el sendero de coches y luego cruzar la calle hacia su casa. Salí del garaje. Entré por la puerta de atrás y me fui a mi cuarto. Me quedé allí sentado esperando. No había nadie en casa. Fui al cuarto de baño y me encerré y pensé en la madre de Eddie, allí, tumbada en la cama. Sólo que me imaginaba que le quitaba aquellas bragas color rosa y se la metía. Y que a ella le gustaba...

Esperé el resto de la tarde y esperé durante la cena a que pasara algo, pero nada pasó. Después de cenar, me fui a mi cuarto, me senté y esperé. Luego, llegó la hora de acostarse y me metí en la cama y esperé. Oí roncar a mi padre en la otra habitación y seguí esperando. Al final, me dormí.

Al día siguiente, era sábado y vi a Eugene en el jardín de su casa con una escopeta de perdigones. Tenía delante de casa dos palmeras grandes y estaba disparando a los gorriones que anidaban en ellas. Ya había conseguido darle a dos. Tenían tres gatos, y cada vez que caía a la yerba uno de los gorriones, aleteando, uno de los gatos se lanzaba sobre él y se lo llevaba.—No ha pasado nada —le dije a Eugene.—Si no ha pasado nada todavía, ya no pasará —dijo él—. Debía de haberle pegado un polvo.Ahora siento no haberlo hecho.

Le dio a otro gorrión, que cayó, y un gato gris muy gordo de ojos amarilloverdosos lo cogió y se lo llevó tras el seto. Yo volví a mi casa, cruzando la calle. Mi padre aguardaba en el porche de entrada. Parecía furioso.—¡Oye, quiero verte trabajar segando el césped! ¡Ahora mismo!

Fui al garaje y saqué la segadora. Primero segué el sendero de coches y luego salí al pradillo de entrada. La segadora estaba rígida y vieja y costaba mucho trabajo segar con ella. Mi viejo estaba allí, mirándome furioso, observándome, mientras yo arrastraba la segadora entre la yerba enmarañada.

miércoles, 6 de mayo de 2015

LA FINALIDAD ES NO HACER NADA. Fiódor Dostoievski


La suprema finalidad, señores, es no hacer nada en absoluto. La inercia contemplativa es preferible a todo. ¡Por lo tanto, viva el subsuelo! Aunque haya dicho hace poco que envidio al hombre normal hasta la última gota de mi bilis, cuando lo veo tal como es renuncio a la normalidad (aunque sin dejar de tener envidia al ser normal). ¡No, no; el subsuelo es siempre preferible! Allí, al menos, se puede... ¡Ah! ¡Ya estoy mintiendo otra vez! Miento porque estoy convencido, tanto como de que dos y dos son cuatro, de que no es el subsuelo lo que más vale, sino otra cosa muy distinta, a la cual aspiro, pero que no sé qué es. ¡Al diablo el subsuelo!
     ¡Si yo pudiera creer una sola palabra de lo que estoy escribiendo! Pues les juro, señores, que no creo ni una sola y miserable palabra. Mejor dicho, tal vez crea, pero, en el momento mismo de decirlas, sospecho, no sé por qué, que miento como un sacamuelas.
     «Entonces, ¿por qué ha escrito usted todo esto?», me preguntarán ustedes seguramente.
     Me gustaría saber lo que habrían escrito ustedes si yo les hubiese tenido encerrados e inactivos durante cuarenta años y, transcurrido este tiempo, los hubiera ido a visitar al subsuelo para comprobar en qué se habían convertido ustedes. Sí, me habría gustado oírlos. ¿Se puede dejar durante cuarenta años a un hombre solo y sin ocupación?
     «Pero eso es vergonzoso, humillante -me dirán ustedes, quizá, moviendo la cabeza con desprecio-. Usted tiene sed de vida, pero quiere resolver las cuestiones vitales por medio de absurdas lógicas. ¡Cuánta ostentación, cuánta impudicia hay en todo eso! Pero, a pesar de todo, usted tiene miedo. Dice estupideces sin la menor preocupación, y las mayores insolencias, pero, en el fondo, se siente atemorizado y pide perdón. Declara que no teme a nadie, pero busca nuestra benevolencia. Nos asegura que rechina los dientes, pero, al mismo tiempo, bromea y trata de hacemos reír. Sabe que pretende ser ingenioso y que no lo es, pero se muestra muy satisfecho de su literatura. Es posible que usted haya sufrido, pero no siente respeto alguno por su sufrimiento. Hay algo de verdad en sus palabras, pero carecen de pudor. Empujado por la vanidad más mezquina, saca su verdad a la calle, la expone en el mercado, la exhibe en la picota de las burlas. Tiene algo que decir, pero el temor le lleva a escamotear la última palabra, porque es usted insolente pero no audaz. Se jacta de su capacidad mental, pero, en su pensamiento, todo son vacilaciones, porque, aunque su inteligencia está en actividad, su corazón está manchado por el libertinaje, y si el corazón no es puro, la conciencia no puede ser completa ni clarividente. ¡Y qué importuno es usted, qué molesto! ¡Qué modo de hacer el bufón! ¡No dice más que mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras!»
     Huelga decir que estas palabras me las he dicho yo a mí mismo. También ellas proceden del subsuelo. Durante cuarenta años he estado escuchando por una rendija estos discursos. Los he compuesto yo mismo, porque no tenía nada que hacer. Me ha sido fácil, por consiguiente, aprendérmelos de memoria y darles forma literaria.
     No crean que mi propósito era imprimir todo esto para darlo a leer a ustedes. Pero hay algo que no comprendo: ¿por qué me dirijo a ustedes como si fueran mis lectores? Las confidencias que me dispongo a hacer aquí no son las que... se publican y se dan a leer. Por lo menos, yo no me siento con fuerzas para obrar así. Por otra parte, no veo la necesidad de hacerlo... Pero, miren ustedes, tengo un capricho y quiero realizarlo a toda costa. Les explicaré en qué consiste. Entre los recuerdos que todos conservamos de nosotros mismos, hay algunos que sólo se los contamos a nuestros amigos. Otros, ni siquiera a nuestros amigos se los queremos confesar y los guardamos para nosotros mismos bajo el sello del secreto. Y existen, en fin, cosas que el hombre no quiere confesarse ni siquiera a sí mismo. En el curso de su existencia todo hombre honrado ha acumulado gran cantidad de estos recuerdos. Incluso me atrevería a decir que su número está en proporción directa con la honradez del hombre. Pero yo he decidido recordar algunas de mis antiguas aventuras, que hasta ahora he eludido con cierta inquietud. Y ahora, cuando las evoco e incluso quiero anotarlas, me pregunto si es posible ser sincero, por lo menos con uno mismo; si puede uno decirse toda la verdad. Respecto a este asunto, les diré que Heine asegura que no existen autobiografías exactas, porque el hombre miente siempre cuando habla de sí mismo. Según Reine, Rousseau nos mintió en sus Confesiones, e incluso deliberadamente, por vanidad. Estoy seguro de que Reine tiene razón. Comprendo que uno "se achaque crímenes abominables exclusivamente por vanidad, y comprendo igualmente lo que es ese sentimiento. Pero Reine se refería a las confesiones públicas, y yo escribo para mí solo. Si hablo de modo que parece que me dirijo a los lectores, lo hago sólo porque así es más fácil exponer por escrito mis ideas. Se trata exclusivamente de una forma, una forma vacía. Ya he dicho, y lo repito, que nunca tendré lectores. No quiero ninguna traba en la redacción de mis notas. No observaré orden alguno, no seguiré ningún plan. Escribiré simplemente lo que vaya recordando. Ustedes podrían tomarme la palabra ahora mismo y preguntarme: si no piensa usted en los lectores, ¿por qué declara -¡y por escrito además!- que no observará ningún orden, ningún plan; que escribirá simplemente lo que le haya pasado por la cabeza, etc.? ¿Por qué da usted estas explicaciones? ¿Por qué presenta estas excusas?
     Estamos ante un caso psicológico interesante. Es posible que obre así por cobardía. Pero también puede ser que me imagine tener ante mí un público, a fin de no pasar por alto las conveniencias. Motivos como éste puede haber millares...
     Pero aún hay otra cosa. ¿Por qué escribo todo esto? Si no me dirijo al público, bien puedo evocar mis recuerdos sin registrarlos en el papel. Cierto, pero hay que tener en cuenta que, una vez registrados en el papel, cobran importancia. Esto me impresionará, me juzgaré mejor a mí mismo y mi estilo ganará con ello. Además, es probable que experimente cierto alivio. Hoy estoy deprimido por un recuerdo lejano que ha acudido a mí con claridad hace unos días, y desde entonces me persigue sin tregua, como uno de esos motivos musicales que nos obsesionan. Pero es absolutamente preciso que me desprenda de él. Tengo centenares de recuerdos de este tipo, y a veces, de pronto, se despierta uno de ellos y me oprime la garganta. Y creo, no sé por qué, que si expreso por escrito ese recuerdo, me veré libre de él. ¿Por qué no he de probar?
     Y la última razón es que, como nunca hago nada, estoy aburrido. Escribir los recuerdos propios es todo un trabajo. Se dice que el trabajo hace al hombre honrado y bueno. Se me ofrece, pues, una oportunidad...
     Hoy nieva. Cae una capa brumosa de copos amarillentos y medio derretidos. Ayer nevó también, y anteayer. Creo que ha sido precisamente esta nieve fundida la que ha traído a mi memoria la anécdota que me obsesiona. Así, pues, mi relato se titulará A propósito de nieve derretida

— Fiódor Dostoievski, Memorias del subsuelo, trad. Bela Martinova (Madrid: Cátedra, 2005), 101-105 pp. 

viernes, 1 de mayo de 2015

Raza de Abel, traga y dormita;
Dios te sonríe complacido

Raza de Caín, en el fango
Cae y miserablemente muere.

Raza de Abel, tu sacrificio
¡Le huele bien al Serafín!

Raza de Caín, tu suplicio
¿Tendrá un final alguna vez?

Raza de Abel, mira tus siembras
y tus rebaños prosperar;

Raza de Caín, tus entrañas
Aúllan hambrientas como un can.

Raza de Abel, caldea tu vientre
Junto a la lumbre patriarcal;

Raza de Caín, en tu antro,
Pobre chacal, ¡tiembla de frío!

Raza de Abel, ¡ama y pulula!
Tu oro también produce hijos;

Raza de Caín, corazón ígneo,
Cuídate de esos apetitos.

Raza de Abel, creces y engordas
¡Como chinche en la madera!

Raza de Caín, por los caminos,
Lleva a tu gente temerosa.


¡Ah, raza de Abel, tu carroña
Abonará el humeante suelo!

Raza de Caín, tu tarea
Todavía no la cumpliste;

Raza de Abel, mira tu oprobio:
¡El chuzo al hierro venció!

Raza de Caín, sube al cielo,
¡Y arroja a Dios sobre la tierra!

-Charles Baudelaire.