martes, 6 de septiembre de 2016

LA CASA DE LOS MUERTOS. Franz Kafka


Fui huésped en la casa de los muertos. Era una cripta grande y limpia, ya había algunos ataúdes, aunque todavía quedaba mucho sitio. Dos ataúdes estaban abiertos, el interior ofrecía el aspecto como de camas deshechas que hubieran sido abandonadas recientemente. Situada en un lado, de tal modo que no pude darme cuenta al principio, se hallaba una mesa de escritorio a la que se sentaba un hombre de cuerpo poderoso. En su mano derecha sostenía una pluma; parecía como si hubiera escrito algo y se hubiera detenido en ese mismo instante. La mano izquierda jugaba en el chaleco con una espléndida cadena de reloj y su cabeza se inclinaba profundamente sobre ella. Una sirvienta limpiaba aunque no había nada que limpiar.
     Tiré con curiosidad del pañuelo que cubría su cabeza y que ensombrecía su rostro. Entonces pude verla. Era una muchacha judía que había conocido antaño. Tenía un rostro exuberante y blanco, así como ojos negros y esbeltos. Cuando me sonrió desde sus harapos, que la hacían parecer una anciana, dije: «Todo lo que usted hace aquí es un poco de comedia.» «Sí —dijo ella—,un poco, ¡cómo lo sabes!» Entonces señaló al hombre sentado en el escritorio y dijo: «Ahora ve y saluda a aquel señor. Mientras no le saludes, en realidad no puedo hablar contigo.» «¿Quién es?», le pregunté en voz baja. «Un noble francés —dijo—, creo que se llama De Poitin.» «¿Cómo ha venido hasta aquí?», pregunté. «No lo sé —dijo ella—, aquí hay una gran confusión. Esperamos a alguien que ponga orden, ¿eres tú?» «No, no», dije yo. «Eso es muy razonable —dijo ella—, pero ahora preséntate al señor.»
     Fui hacia él y me incliné. Cómo él no levantó la cabeza —sólo podía ver su pelo blanco y revuelto—, le deseé las buenas noches. Siguió sin moverse, un gato pequeño recorrió el borde de la mesa, había saltado del regazo del señor y volvió a desaparecer por el mismo sitio. Quizá no miraba la cadena del reloj, sino bajo la mesa. Yo sólo quería aclarar cómo había venido, pero mi conocida me tiró de la chaqueta y murmuró: «Ya es suficiente.»
     Yo quedé muy satisfecho, me volví hacia ella y fuimos cogidos del brazo por la cripta. La escoba me estorbaba. «Tira la escoba», dije. «No, por favor —dijo ella—, deja que me la quede. Que limpiar aquí no me causa ningún esfuerzo, ya lo ves, ¿verdad? Bien, pero aquí disfruto de ciertas ventajas a las que no quiero renunciar. ¿Quieres, por lo demás, quedarte aquí?», dijo desviando la conversación. «Por ti me quedaría aquí encantado», dije lentamente. En ese momento íbamos estrechándonos mutuamente como una pareja de enamorados. «Quédate, quédate —dijo ella—, cómo he anhelado tu llegada. No es tan malo estar aquí como tú quizá temes. Y qué nos importa a los dos lo que hay a nuestro alrededor.» Fuimos un rato en silencio, habíamos desenlazado los brazos que ahora ceñían nuestros cuerpos. Seguimos por el camino principal, había ataúdes a la derecha y a la izquierda, la cripta era muy grande, al menos muy larga. Estaba oscuro, pero no del todo, era como un crepúsculo que, sin embargo, todavía iluminaba algo el lugar en que nos hallábamos y un pequeño círculo a nuestro alrededor. De repente dijo: «Ven, te enseñare mi ataúd.» Me quedé sorprendido. «Pero tú no estás muerta», dije. «No —dijo ella—, pero para ser sincera, no conozco mucho este lugar, por eso estoy tan contenta de que hayas venido. Lo entenderás en poco tiempo. Ahora lo ves todo probablemente más claro que yo. En todo caso: tengo un ataúd.» Torcimos a la derecha en un camino lateral, otra vez entre dos hileras de ataúdes. Por la disposición del lugar y el ambiente me recordaba a una gran bodega que había visto. Siguiendo el camino pasamos por un pequeño arroyo, apenas de un metro de ancho, que corría con rapidez. Después llegamos al ataúd de la muchacha. Disponía de bellos cojines guarnecidos. Se sentó en el interior y me hizo una señal, menos con el dedo que con la mirada, para que yo también la acompañara. «Querida niña» —dije yo, retirándole el pañuelo de la cabeza y poniendo mi mano en su sedosa cabellera—. Todavía no puedo permanecer contigo. Hay alguien en la cripta con el que debo hablar. ¿No quieres ayudarme a buscarle?» «¿Tienes que hablar con él? Aquí no existen obligaciones», dijo ella. «Pero yo no soy de aquí.» «¿Crees que podrás salir todavía de aquí?» «Seguro», dije yo. «Razón de más para que no pierdas el tiempo», dijo ella. Buscó entre los cojines y sacó una camisa. «Ésta es mi camisa de muerta —dijo, y a continuación me la alcanzó—, pero yo no la llevo.»

(En: Fragmentos póstumos) 
— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños. 2ª ed. Trad. y pról. José Rafael Hernández Arias. Valdemar: Madrid, 1999., p. 83-8

FRAGMENTOS QUIMÉRICOS. E. M. Cioran




La tragedia del hombre es no poder viviren, sino sólo más acá o más allá.

Para los que, sin querer, han rebasado la vida, la filosofía significa muy poco.

No hay escapatoria al sufrimiento mientras vivamos; pero la muerte no es una solución, porque, al resolverlo todo, no resuelve absolutamente nada.

Es absurdo renunciar a la comida; pero igual de absurdo resulta eliminar la experiencia temporal del hambre con lo que ésta comporta de goce y de inmaterialidad.

Que la locura sea nuestra única sabiduría.

Despertemos con frenesí la ignorancia que nos esconde esa verdad, que la vida es una larga enfermedad.

He aquí lo que me diferencia de los demás: que yo he muerto innumerables veces, mientras ellos no han muerto nunca.

Sólo la muerte da profundidad a los actos de la vida. 

Una única sonrisa de mujer valdría más que tres cuartas partes del pensamiento humano si en esa sonrisa viéramos sonreír la vida.

La tragedia: la vida como límite de la muerte.

La nada es primordial (por eso, en el fondo, todo es nada); el Eros se hace; la conciencia es derivada.

Epígrafe a una autobiografía: soy un Raskólnikov sin la excusa del crimen.

Quien nunca deseó destruir la música, nunca la ha amado.

Sensaciones celestiales: como si los instantes se desgajaran del curso del tiempo para traerme un beso.

Entre los que rechazan la vida y no pueden amarla, no existe ni uno que no la haya amado o que no quisiera amarla.

Juramento a la vida. 
Nunca te traicionaré del todo;
aunque te he traicionado
y te traicionaré a cada paso;
Cuando te he odiado
no te he podido olvidar.
Te he maldecido para soportarte;
Te he rechazado para que cambies;
Te he llamado y no has venido;
He llorado y no has aliviado mis lágrimas.
Desierto has sido para mis súplicas,
tumba para mi voz.
Silencio para mis tormentos
y páramo para mis soledades.
He matado
en el pensamiento
el primer instante de vida.
He querido
veneno para tus raíces.
Te juro que nunca conocerás
mi gran traición.
Juro por todo lo más sagrado
que pueda haber;
por tu sonrisa,
que nunca me separaré de ti.

El rechazo de la liberación tiene su origen en un amor secreto por la tragedia.

Todos los filósofos tendrían que terminar a los pies de la pitonisa. No hay más que una filosofía: la de los momentos únicos.

Todos los hombres tienen que destruir su vida. Y según la manera como lo hagan se llamarán triunfadores o fracasados.

La música expresa todo lo que es caos en el cosmos: por eso únicamente existe una música de los principios y una música de los finales…

No entiendo cómo los hombres pueden creer en Dios, aunque pienso todos los días en él.

COMO LA VIDA SE CONVIERTE EN EL VALOR SUPREMO: la veneración por las mujeres; la rehabilitación del Eros como divinidad; salud natural, transfigurada por la delicadeza; el fervor de la danza en todos los actos de la vida; gracia en lugar de pesar; sonrisa en vez de pensamiento; entusiasmo en lugar de pasión; la lejanía como finitud; la vida como único Dios, única realidad y único culto; el pecado como crimen y la muerte como vergüenza. 
     … Lo demás es filosofía, cristianismo y otras formas de caída.

REGLAS PARA VENCER EL PESIMISMO PERO NO EL SUFRIMIENTO.
acompañar el más delicado estremecimiento del alma
con una tensión premeditada;
estar lúcido en la disolución interior;
vigilar la fascinación musical;
estar triste con método;
leer la Biblia con interés político,
y a los poetas 
para verificar la propia resistencia;
servirse de las nostalgias
para los pensamientos o hechos;
robárselas al alma;
crearse un centro exterior:
un país, un paisaje,
ligar los pensamientos al espacio;
mantener artificialmente el odio contra lo que sea:
contra una nación, una ciudad, 
un individuo, un recuerdo;
amar la fuerza después del sueño:
ser brutal 
después de lo que es puro y sublime;
aprender una táctica del alma;
conquistar los estados de ánimo;
no aprender nada de los hombres;
solamente la naturaleza es dueña de la duda;
anular el miedo con el movimiento;
con la fuga; cuando nos paramos, 
las cosas callan y la nada nos llama;
hacer de la quimera un sistema.

EL ARTE DE EVITAR LA SANTIDAD.
Aprende a considerar:
las ilusiones como virtudes; la tristeza como elegancia; el miedo como pretexto; el amor como olvido; la separación como un lujo; al hombre como recuerdo; la vida como balanceo; el sufrimiento como ejercicio; la muerte en la plenitud como la meta; la existencia como fruslería.

¿Qué soy yo sino una ocasión en medio de las infinitas probabilidades de no haber sido?

La sexualidad no tiene otro sentido que vencer lo infinito desde el Eros.

Una piedra, una flor y un gusano son más que todo el pensamiento humano.

Hay actos bondadosos que son mil veces más rastreros que cualquier gesto bestial.

El amor es por esencia pesimista. A los optimistas sólo les queda formar un círculo en torno al odio.

…la filosofía no dispone de verdad alguna, pero nadie entrará en el mundo de las verdades sin pasar por la filosofía.

A menudo me parece que el más insignificante poeta sabe más que el mayor de los filósofos.

Sólo hay una cosa que podría envanecerme: llegar a ser alguien de quien los poetas pudieran aprender algo.

El hombre es una paradoja de la naturaleza, porque ninguna condición le parece natural.

La mujer no perdona ninguna inocencia, como la vida no perdona lucidez alguna.

El pensamiento tiene que ser virulento, semejante a una gota de veneno, o reconfortante como la lágrima de un ángel.

— E. M. Cioran, El libro de las quimeras, trad. Joaquín Garrigós (Tusquets: México, 2013)