sábado, 19 de enero de 2019

Pío Baroja. Melancolía (1893)

Era un viejo y pálido y haraposo; su mirada fría parecía no ver a quien hablaba; su boca sonreía con amarga tristeza; su voz era de un tono apagado, y toda su persona respiraba decaimiento y ruina.
Así habló aquel anciano:
“Mis padres eran nobles y acaudalados; murieron antes de que pudiera yo darme cuenta de lo que es la muerte; me eduqué en un colegio en donde nadie se oponía a mi voluntad; salí de él a los veinte años, noble, rico y hermoso; tuve caprichos de nabab, que satisfice; no negué a mis ojos cosa alguna que desearan, ni a mi corazón placer que anhelase; gocé de todo, de todo lo que el mundo puede presentar de más grato…

Y estaba triste.

Viajé; vi en el Sur mares luminosos en que cada gota resplandecía con la luz deslumbradora de un diamante; vi en los países del Norte montañas sembradas de pinos y abetos y cubiertas con una perpetua capa de nieve apenas irisada por un sol pálido, como convaleciente; me confundí en el infernal torbellino de la gran ciudad, como la hoja con las otras del campo, para dar vueltas frenéticas en el aire; moré en la aldea de sencillas costumbres, pero no experimenté la paz del alma…

Y estaba triste.

Estudié, comprendí con facilidad los más oscuros misterios de la ciencia; la esfinge me reveló sus secretos; adquirí fama en el mundo para comprender, como dice el Eclesiastés, que en la mucha sabiduría hay mucha molestia, y que quien añade ciencia añade dolor. No, mi sabiduría no mitigó mis vagos anhelos, mis deseos caóticos…

Y estaba triste.

Veía el astro del día sonreír en la cima de los montes, ahuyentando las negras sombras del valle; veíale brillar en las delicadas gotas que adornaban las hierbas; respiraba un aire cargado de suaves emanaciones que las florecillas del campo despedían; murmuraban en mi oído con dulce son el cristalino arroyuelo; pero yo no cedía al encanto; encontraba extraña voluptuosidad en no ver en aquel magnífico espectáculo más que motivo de aflicción para mi espíritu.

Y estaba triste.

Un día vi en la calle de una antigua ciudad una joven, casi una niña, encantadora; su cabeza tenía un no sé qué virginal, que creí verla rodeada de una blanca aureola; su faz estaba impregnada de dulce tristeza; su andar era leve; sus vestidos, modestos y sencillos. La seguí; la vi entrar en una casa de pobrísimo aspecto y después asomarse a una estrecha ventana, cuyo alféizar sostenía dos macetas con dos rosales de pálidas rosas; se estremeció al choque de mi mirada y yo me estremecí también al verla. Sentíme impulsado hacia el amor, pero la fuerza extraña que en mí se aloja y que me lleva a la desesperación aniquiló el movimiento del alma; huí de aquel sitio; salí de aquel pueblo y siempre, siempre…

Y estaba triste.

No conozco el amor que hace arder los corazones, no conozco la cólera que irrita, ni la alegría que expansiona el espíritu, ni la envidia que lo rebaja, ni la esperanza que todo lo tiñe de color de rosa; no tengo virtudes, ni vicios, ni pasiones, ni nada… Lamento la juventud perdida y que no he apreciado; el dinero que he visto siempre con desprecio cuando lo he poseído; el amor ahora para mí imposible, y antes por mí desdeñado. Deseo precisamente lo que no tengo, y, sin embargo, no hay en mi alma un ideal fijo y claro; siento ansias y anhelos de algo grande, de algo enorme, pero con ellos me moriré, y con ellos me enterrarán; ¿quién sabe?, quizá la muerte, al hacerlos desaparecer, los satisfaga”. Y al decir esto sonreía con amargura.

Y estaba triste.