viernes, 20 de junio de 2014

ESPÍRITUS DE LA NOCHE Edgar Allan Poe.-


Tu alma, en la tumba de piedra gris
estará a solas con sus tristes pensamientos.

Ningún ser humano te espiará
a la hora de tu secreto.

¡Permanece callado en esa soledad!

No estás completamente abandonado:
los espíritus de la muerte, en la vida, te buscan
y, en la muerte, te rodean.

Te cubrirán de sombras: ¡Permanece callado!
La noche, tan clara, se oscurecerá
y las estrellas no mirarán la tierra,
desde sus altísimos tronos en el cielo,
con su luz de esperanza para los mortales.

Pero sus globos rojos apagados,
en tu hastío, tendrán la forma
de un incendio y de un fiebre
que te poseerán para siempre.

De tu espíritu no podrás desechar las visiones,
que ahora no serán rocío sobre la hierba.

La brisa - el aliento de Dios - es silenciosa,
y la niebla sobre la colina,
oscura, muy oscura, pero inmaculada,
es un símbolo y una señal.

¡Cómo se extiende sobre los árboles
el misterio de los misterios!

EL DESPERTAR Alejandra Pizarnik.-


Señor 
La jaula se ha vuelto pájaro 
y se ha volado 
y mi corazón está loco 
porque aúlla a la muerte 
y sonríe detrás del viento 
a mis delirios 

Qué haré con el miedo 
Qué haré con el miedo 

Ya no baila la luz en mi sonrisa 
ni las estaciones queman palomas en mis ideas 
Mis manos se han desnudado 
y se han ido donde la muerte 
enseña a vivir a los muertos 

Señor 
El aire me castiga el ser 
Detrás del aire hay monstruos 
que beben de mi sangre 

Es el desastre 
Es la hora del vacío no vacío 
Es el instante de poner cerrojo a los labios 
oír a los condenados gritar 
contemplar a cada uno de mis nombres 
ahorcados en la nada. 

Señor 
Tengo veinte años 
También mis ojos tienen veinte años 
y sin embargo no dicen nada 

Señor 
He consumado mi vida en un instante 
La última inocencia estalló 
Ahora es nunca o jamás 
o simplemente fue 

¿Còmo no me suicido frente a un espejo 
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría 
con las luces encendidas? 

¿Cómo no me extraigo las venas 
y hago con ellas una escala 
para huir al otro lado de la noche? 

El principio ha dado a luz el final 
Todo continuará igual 
Las sonrisas gastadas 
El interés interesado 
Las preguntas de piedra en piedra 
Las gesticulaciones que remedan amor 
Todo continuará igual 

Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo 
porque aún no les enseñaron 
que ya es demasiado tarde 

Señor 
Arroja los féretros de mi sangre 

Recuerdo mi niñez 
cuando yo era una anciana 
Las flores morían en mis manos 
porque la danza salvaje de la alegría 
les destruía el corazón 

Recuerdo las negras mañanas de sol 
cuando era niña 
es decir ayer 
es decir hace siglos 

Señor 
La jaula se ha vuelto pájaro 
y ha devorado mis esperanzas 

Señor 
La jaula se ha vuelto pájaro 
Qué haré con el miedo

jueves, 19 de junio de 2014

LA JAULA Alejandra Pizarnik.-


Afuera hay sol. 
No es más que un sol 
pero los hombres lo miran 
y después cantan. 

Yo no sé del sol. 
Yo sé la melodía del ángel 
y el sermón caliente 
del último viento. 
Sé gritar hasta el alba 
cuando la muerte se posa desnuda 
en mi sombra. 

Yo lloro debajo de mi nombre. 
Yo agito pañuelos en la noche y barcos sedientos de realidad 
bailan conmigo. 
Yo oculto clavos 
para escarnecer a mis sueños enfermos.

Afuera hay sol. 
Yo me visto de cenizas.

martes, 10 de junio de 2014

EL CORAZÓN DELATOR Edgar Allan Poe .-


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

FIN

LA AMISTAD DE LAS ESTRELLAS Friedrich Nietzsche.-


Eramos amigos y nos convertiremos en extraños, lo había decidido desde antes de hacerlo. Pero esta bien que sea así, no queremos ocultarnos como si tuviésemos que avergonzarnos de ello. Somos dos barcos y cada uno tiene su meta y su rumbo; puede que nos crucemos y hagamos una fiesta como lo intentaste. La fuerza de nuestras decisiones nos separó y nos impulso a diferentes mares y a diferentes regiones del sol, puede que tal vez no veamos, pero confió en que no nos reconoceremos, los diferentes soles y mares nos abran transformado.

Que tengamos que ser extraños es la ley que esta sobre nosotros: ¡Por eso mismo hemos de volvernos mas dignos de estimación el uno al otro!¡Por eso mismo ha de volverse mas sagrado el recuerdo de nuestra anterior amistad!

Probablemente exista una enorme he invisible órbita de estrellas, en la que puedan estar contenidos nuestros caminos y metas tan diferentes.

Elevémonos hacia ese pensamiento.

Pero nuestra vida es demasiado corta y nuestra visión pequeña, como para ver que pudiéramos ser algo mas que amigos, en el sentido de aquella sublime posibilidad.

Y es así como queremos creer en nuestra amistad de estrellas, aun cuando tuviéramos que ser enemigos en la tierra.

viernes, 6 de junio de 2014

LA NIÑA PRECOZ. Conde de Lautréamont



Haciendo mi paseo cotidiano, pasaba diariamente por una calle estrecha y diariamente una delgada niña de diez años me seguía respetuosamente, a distancia, a lo largo de la calle, mirándome con ojos simpáticos y curiosos. Era alta para su edad y tenía el talle esbelto. Abundantes cabellos negros, separados en dos, caían en trenzas independientes sobre sus hombros marmóreos. Un día, siguiéndome como de costumbre, el brazo musculoso de una mujer del pueblo la apresó por los cabellos, como el torbellino apresa a la hoja, y asestando dos bofetadas brutales en una mejilla orgullosa y muda, devolvió a su casa a aquella conciencia extraviada. En vano me hacía el indiferente; nunca dejaba de seguirme y su presencia me era inoportuna. Cuando a paso largo cruzaba hacia otra calle para continuar mi camino, se detenía haciendo un violento esfuerzo sobre sí misma, al final de aquella calle estrecha, inmóvil como la estatua del Silencio, y no dejaba de mirar hacia adelante hasta que yo desaparecía. Una vez, la muchacha me precedió por la calle, acoplando su paso al mío. Si me apresuraba para rebasarla, corría casi para mantener la distancia; pero si reducía el paso con el fin de distanciarme, ella también lo reducía, poniendo en ello la seducción de la infancia. Al llegar al final de la calle se volvió lentamente, con objeto de cerrarme el paso. No tuve tiempo de esquivarla y me encontré delante de ella. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Era fácil ver que quería hablarme, pero no sabía cómo empezar. Palideciendo súbitamente como un cadáver me preguntó: «¿Tendría la bondad de decirme la hora?». Le dije que no llevaba reloj y me alejé rápidamente. Desde ese día, niña de imaginación inquieta y precoz, no has vuelto a ver, por la estrecha calle, al misterioso joven que vagabundeaba penosamente con sus pesadas sandalias por las encrucijadas tortuosas. La aparición de ese cometa llameante no brillará más, como un triste motivo de curiosidad fanática, en la fachada de tu frustrada observación; y pensarás a menudo, muy a menudo, tal vez siempre, en aquel que no parecía inquietarse por los males, ni por los bienes, de esta vida,  que se alejó al azar con rostro horriblemente mortecino, los cabellos erizados, el andar inseguro y los brazos nadando ciegamente en las irónicas aguas del éter, como buscando allí la presa sangrienta de la esperanza, continuamente sacudida a través de las inmensas regiones del espacio por el quitanieves implacable de la fatalidad. No me verás más ¡ni tampoco yo te veré…! ¿Quién sabe? Quizás esa niña no era lo que parecía. Bajo una apariencia ingenua quizá ocultara una gran astucia, el peso de dieciocho años y el encanto del vicio. Se ha visto a vendedoras del amor, franqueando el estrecho, expatriarse alegres de las Islas Británicas. Hacían resplandecer sus alas, dando vueltas en enjambres dorados, delante de la luz parisiense; y al verlas, decíais: «Pero si aún son unas niñas; no tienen más de diez o doce años». En realidad, tenían veinte. En este supuesto, ¡malditos sean los recodos de esa calle oscura! ¡Horrible! ¡Horrible lo que allí pasa! Creo que su madre la golpeó porque no hacía su oficio con la habilidad suficiente. Es posible que sólo fuese una niña y su madre es entonces aún más culpable. Pero no quiero creer en esta posibilidad que no es más que una hipótesis y prefiero amar, en ese carácter novelesco, a un alma que se revela demasiado pronto... ¡Ah, mira, muchacha, te aconsejo no aparecer nuevamente ante mis ojos si vuelvo a pasar por la calle estrecha! ¡Podría costarte caro! Ya la sangre y el odio, en oleadas ardientes, me suben a la cabeza. ¡Ser tan generoso como para amar a mis semejantes! ¡No, no! lo tengo decidido desde el día de mi nacimiento. ¡La gente no me ama! Se verá la destrucción de los mundos, la piedra de granito deslizarse, como un cormorán, por la superficie de las aguas, antes de que yo toque la mano infame de un ser humano. ¡Atrás... atrás esa mano! No eres un ángel, muchacha, y  llegarás a ser, ciertamente, como las demás. No, no, te lo suplico, no vuelvas a aparecerte delante de mis cejas fruncidas y sombrías. En un momento de extravío podría cogerte los brazos, torcerlos como ropa mojada a la que se exprime el agua, o partirlos ruidosamente como dos ramas secas y después hacértelos comer empleando la fuerza. Podría, tomando tu cabeza entre mis manos, con aire acariciador y dulce, hundir mis dedos ávidos en los lóbulos de tu cerebro inocente para extraer, con la sonrisa en los labios, una grasa eficaz que lave mis ojos, doloridos por el insomnio eterno de la vida. Podría, cosiendo tus párpados con una aguja, privarte del espectáculo del universo y dejarte en la imposibilidad de encontrar tu camino; no sería yo quien te serviría de guía. Podría, levantando con brazo de hierro tu cuerpo virgen, sujetarte por las piernas haciéndote girar como una honda, concentrar mis fuerzas al describir la última circunferencia, y lanzarte contra la muralla. Cada gota de sangre salpicará un pecho humano, asustando a los hombres, ¡colocando ante ellos el ejemplo de mi maldad! Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne, pero la gota de sangre permanece, indeleble, en el mismo sitio brillando como un diamante. Quédate tranquila, daré orden a media docena de sirvientes de guardar los restos venerados de tu cuerpo, preservándolos del hambre de los perros voraces. Sin duda,  el cuerpo quedó pegado a la muralla como una pera madura sin caer a tierra, pero si no se toman precauciones los perros saben dar grandes saltos. 

— Conde de Lautréamont, Los cantos de Maldoror. Trad. Ángel Pariente. Alianza: Madrid, 2009., p. 81-84