lunes, 25 de noviembre de 2013

El Gato Negro

Edgar Allan Poe


No espero ni remotamente que se conceda el menor crédito a la
extraña, aunque familiar historia que voy a relatar. Sería verdaderamente
insensato esperarlo cuando mis mismos sentidos rechazan su propio
testimonio. No obstante, yo no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero,
por si muero mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me propongo presentar
ante el mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una serie de
sencillos sucesos domésticos. Por sus consecuencias, estos sucesos me han
torturado, me han anonadado. Con todo, sólo trataré de aclararlos. A mí
sólo horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez menos
terribles que estrambóticos. Quizá más tarde surja una inteligencia que de
a mi visión una forma regular y tangible; una inteligencia más serena, más
lógica, y, sobre todo, menos excitable que la mía, que no encuentre en las
circunstancias que relato con horror más que una sucesión de causas y de
efectos naturales.
La docilidad y la humanidad fueron mis características durante mi niñez.
Mi ternura de corazón era tan extremada, que atrajo sobre mí las burlas de
mis camaradas. Sentía extraordinaria afición por los animales, y mis
parientes me habían permitido poseer una gran variedad de ellos. Pasaba
en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer o acariciaba. Esta singularidad de mi carácter
aumentó con los años, y cuando llegué a ser un hombre, vino a constituir
uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un
perro fiel e inteligente, no es preciso que explique la naturaleza o la
intensidad de goces que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado
amor de un animal, en su abnegación, algo que va derecho al corazón del
que ha tenido frecuentes ocasiones de experimentar su humilde amistad,
su fidelidad sin límites. Me casé joven, y tuve la suerte de encontrar en mi
esposa una disposición semejante a la mía. Observando mi inclinación
hacia los animales domésticos, no perdonó ocasión alguna de
proporcionarme los de las especies más agradables. Teníamos pájaros, un
pez dorado, un perro hermosísimo, conejitos, un pequeño mono y un gato.
Este último animal era tan robusto como hermoso, completamente negro y
de una sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en
el fondo era bastante supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua
creencia popular, que veía brujas disfrazadas en todos los gatos negros.
Esto no quiere decir que ella tomase esta preocupación muy en serio, y si
lo menciono, es sencillamente porque me viene a la memoria en este
momento. Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi
camarada. Yo le daba de comer y él me seguía por la casa adondequiera
que iba. Esto me tenía tan sin cuidado, que llegué a permitirle que me
acompañase por las calles.
Nuestra amistad subsistió así muchos años, durante los cuales mi
carácter, por obra del demonio de la intemperancia, aunque me
avergüence de confesarlo, sufrió una alteración radical. Me hice de día en
día más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos.
Llegué a emplear un lenguaje brutal con mi mujer. Más tarde, hasta la
injurié con violencias personales. Mis pobres favoritos, naturalmente,
sufrieron también el cambio de mi carácter. No solamente los abandonaba,
sino que llegué a maltratarlos. El afecto que a Plutón todavía conservaba
me impedía pegarle, así como no me daba escrúpulo de maltratar a los
conejos, al mono y aun al perro, cuando por acaso o por cariño se
atravesaban en mi camino. Mi enfermedad me invadía cada vez más, pues
¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, y, con el tiempo, hasta el
mismo Plutón, que mientras tanto envejecía y naturalmente se iba
haciendo un poco desapacible, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal
humor.
Una noche que entré en casa completamente borracho, me pareció que el
gato evitaba mi vista. Lo agarré, pero, espantado de mi violencia, me hizo
en una mano con sus dientes una herida muy leve. Mi alma pareció que
abandonaba mi cuerpo, y una rabia más que diabólica, saturada de
ginebra, penetró en cada fibra de mí ser. Saqué del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y
deliberadamente le hice saltar un ojo de su órbita. Me avergüenzo, me
consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
Por la mañana, al recuperar la razón, cuando se hubieron disipado los
vapores de mi crápula nocturna, experimenté una sensación mitad horror
mitad remordimiento, por el crimen que había cometido; pero fue sólo un
débil e inestable pensamiento, y el alma no sufrió las heridas.
Persistí en mis excesos, y bien pronto ahogué en vino todo recuerdo de mi
criminal acción.
El gato sanó lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, en verdad,
un aspecto horroroso, pero en adelante no pareció sufrir. Iba y venía por la
casa, según su costumbre; pero huía de mí con indecible horror.
Aún me quedaba lo bastante de mi benevolencia anterior para sentirme
afligido por esta antipatía evidente de parte de un ser que tanto me había
amado. Pero a este sentimiento bien pronto sucedió la irritación. Y
entonces desarrollose en mí, para mi postrera e irrevocable caída, el
espíritu de la perversidad, del que la filosofía no hace mención. Con todo,
tan seguro como existe mi alma, yo creo que la perversidad es uno de los
primitivos impulsos del corazón humano; una de las facultades o
sentimientos elementales que dirigen al carácter del hombre. ¿Quién no se
ha sorprendido cien veces cometiendo una acción sucia o vil, por la sola
razón de saber que no la debía cometer? ¿No tenemos una perpetua
inclinación, no obstante la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es
ley, sencillamente porque comprendemos que es ley? Este espíritu de
perversidad, repito, causó mi ruina completa. El deseo ardiente, insondable
del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de
hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el Suplicio a que
había condenado al inofensivo animal. Una mañana, a completa sangre
fría, le puse un nudo corredizo alrededor del cuello y lo colgué de una rama
de un árbol; lo ahorqué con los ojos arrasados en lágrimas,
experimentando el más amargo remordimiento en el corazón; lo ahorqué
porque me constaba que me había amado y porque sentía que no me
hubiese dado ningún motivo de cólera; lo ahorqué porque sabía que
haciéndolo así cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía mi
alma inmortal, al punto de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la
misericordia infinita del Dios misericordioso y terrible.
En la noche que siguió al día en que fue ejecutada esta cruel acción, fui
despertado a los gritos de «¡fuego!» Las cortinas de mi lecho estaban
convertidas en llamas. Toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad
escapamos del incendio mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue
completa. Se aniquiló toda mi fortuna, y entonces me entregué a la
desesperación.
No trato de establecer una relación de la causa con el efecto, entre la
atrocidad y el desastre: estoy muy por encima de esta debilidad. Sólo doy
cuenta de una cadena de hechos, y no quiero que falte ningún eslabón. El
día siguiente al incendio visité las ruinas. Los muros se habían desplomado,
exceptuando uno solo, y esta única excepción fue un tabique interior poco
sólido, situado casi en la mitad de la casa, y contra el cual se apoyaba la
cabecera de mi lecho. Dicha pared había escapado en gran parte a la
acción del fuego, cosa que yo atribuí a que había sido recientemente
renovada. En torno de este muro agrupábase una multitud de gente y
muchas personas parecían examinar algo muy particular con minuciosa y
viva atención. Las palabras «¡extraño!» «¡singular!» y otras expresiones
semejantes excitaron mi curiosidad. Me aproximé y vi, a manera de un bajo
relieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gato gigantesco.
La imagen estaba estampada con una exactitud verdaderamente
maravillosa.
Había una cuerda alrededor del cuello del animal. Al momento de ver esta
aparición, pues como a tal, en semejante circunstancia, no podía por
menos de considerarla, mi asombro y mi temor fueron extraordinarios.
Pero, al fin, la reflexión vino en mi ayuda. Recordé entonces que el gato
había sido ahorcado en un jardín, contiguo a la casa. A los gritos de
alarma, el jardín habría sido inmediatamente invadido por la multitud y el
animal debió haber sido descolgado del árbol por alguno y arrojado en mi
cuarto a través de una ventana abierta. Esto seguramente, había sido
hecho con el fin de despertarme. La caída de los otros muros había
aplastado a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido;
la cal de este muro, combinada con las llamas y el amoníaco desprendido
del cadáver, habrían formado la imagen, tal como yo la veía. Merced a este
artificio logré satisfacer muy pronto a mi razón, mas no pude hacerlo tan
rápidamente con mi conciencia, por que el suceso sorprendente que acabo
de relatar, grabóse en mi imaginación de una manera profunda. Hasta
pasados muchos meses no pude desembarazarme del espectro del gato, y
durante este período envolvió mi alma un semi sentimiento, muy semejante
al remordimiento. Llegué hasta llorar la pérdida del animal y a buscar en
torno mío, en los tugurios miserables, que tanto frecuentaba
habitualmente, otro favorito de la misma especie y de una figura parecida
que lo reemplazara.
Ocurrió que una noche que me hallaba sentado, medio aturdido, en una
taberna más que infame, fue repentinamente solicitada mi atención hacia
un objeto negro que reposaba en lo alto de uno de esos inmensos toneles
de ginebra o ron que componían el principal ajuar de la sala. Hacía algunos
momentos que miraba a lo alto de este tonel, y lo que me sorprendía era
no haber notado más pronto el objeto colocado encima. Me aproximé,
tocándolo con la mano.
Era un enorme gato, tan grande por lo menos como Plutón, e igual a él en
todo, menos en una cosa. Plutón no tenía ni un pelo blanco en todo el
cuerpo, mientras que éste tenía una salpicadura larga y blanca, de forma
indecisa que le cubría casi toda la región del pecho.
No bien lo hube acariciado cuando se levantó súbitamente, prorrumpió en
continuado ronquido, se frotó contra mi mano y pareció muy contento de
mi atención. Era, pues, el verdadero animal que yo buscaba. Al momento
propuse, al dueño de la taberna comprarlo, pero éste no se dio por
entendido: yo no lo conocía ni lo había visto nunca antes de aquel
momento. Continué acariciándolo y, cuando me preparaba a regresar a mi
casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo
hiciera, agachándome de vez en cuando para acariciarlo durante el camino.
Cuando estuvo en mi casa, se encontró como en la suya, e hízose en
seguida gran amigo de mi mujer. Por mi parte, bien pronto sentí nacer
antipatía contra él. Era casualmente lo contrario de lo que yo había
esperado; no sé cómo ni por qué sucedió esto: su empalagosa ternura me
disgustaba, fatigándome casi. Poco a poco, estos sentimientos de disgusto
y fastidio convirtiéronse en odio.
Esquivaba su presencia; pero una especie de sensación de bochorno y el
recuerdo de mi primer acto de crueldad me impidieron maltratarlo. Durante
algunas semanas me abstuve de golpearlo con violencia; llegué a tomarle
un indecible horror, y a huir silenciosamente de su odiosa presencia, como
de la peste.
Seguramente lo que aumentó mi odio contra el animal fue el
descubrimiento que hice en la mañana siguiente de haberlo traído a casa:
lo mismo que Plutón, él también había sido privado de uno de sus ojos.
Esta circunstancia hizo que mi mujer le tomase más cariño, pues, como ya
he dicho, ella poseía en alto grado esta ternura de sentimientos que había
sido mi rasgo característico y el manantial frecuente de mis más sencillos y
puros placeres.
No obstante, el cariño del gato hacia mí parecía acrecentarse en razón
directa de mi aversión contra él. Con implacable tenacidad, que no podrá
explicarse el lector, seguía mis pasos. Cada vez que me sentaba,
acurrucábase bajo mi silla o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con
sus repugnantes caricias.
Si me levantaba para andar, se metía entre mis piernas y casi me hacía
caer al suelo, o bien introduciendo sus largas y afiladas garras en mis
vestidos, trepaba hasta mi pecho.
En tales momentos, aunque hubiera deseado matarlo de un solo golpe, me
contenía en parte por el recuerdo de mi primer crimen, pero principalmente
debo confesarlo, por el terror que me causaba el animal.
Este terror no era de ningún modo el espanto que produce la perspectiva
de un mal físico, pero me sería muy difícil denominarlo de otro modo. Lo
confieso abochornado. Sí; aun en este lugar de criminales, casi me
avergüenzo al afirmar que el miedo y el horror que me inspiraba el animal
se habían aumentado por una de las mayores fantasías que es posible
concebir.
Mi mujer habíame hecho notar más de una vez el carácter de la mancha
blanca de que he hablado y en la que estribaba la única diferencia aparente
entre el nuevo animal y el matado por mí. Seguramente recordará el lector
que esta marca, aunque grande, estaba primitivamente indefinida en su
forma, pero lentamente, por grados imperceptibles, que mi razón se
esforzó largo tiempo en considerar como imaginarios, había llegado a
adquirir una rigurosa precisión en sus contornos. Presentaba la forma de
un objeto que me estremezco sólo al nombrarlo: y esto era lo que sobre
todo me hacía mirar al monstruo con horror y repugnancia, y me habría
impulsado a librarme de él, ni me hubiera atrevido: la imagen de una cosa
horrible y siniestra, la imagen de la horca. ¡Oh lúgubre y terrible aparato,
instrumento del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Y heme aquí convertido en un miserable, más allá de la miseria de la
humanidad. Un animal inmundo, cuyo hermano yo había con desprecio
destruido, una bestia bruta creando para mí -para mí, hombre formado a
imagen del Altísimo-, un tan grande e intolerable infortunio. ¡Desde
entonces no volví a disfrutar de reposo, ni de día ni de noche! Durante el
día el animal no me dejaba ni un momento, y por la noche, a cada instante,
cuando despertaba de mi sueño, lleno de angustia inexplicable, sentía el
tibio aliento de la alimaña sobre mi rostro, y su enorme peso, encarnación
de una pesadilla que no podía sacudir, posado eternamente sobre mi
corazón.
Tales tormentos influyeron lo bastante para que lo poco de bueno que
quedaba en mí desapareciera. Vinieron a ser mis íntimas preocupaciones
los más sombríos y malvados pensamientos. La tristeza de mi carácter
habitual se acrecentó hasta odiar todas las cosas y a toda la humanidad; y,
no obstante, mi mujer no se quejaba nunca, ¡ay! ella era de ordinario el
blanco de mis iras, la más paciente víctima de mis repentinas, frecuentes e
indomables explosiones de una cólera a la cual me abandonaba
ciegamente.
Ocurrió, que un día que me acompañaba, para un quehacer doméstico, al
sótano del viejo edificio donde nuestra pobreza nos obligaba a habitar, el
gato me seguía por la pendiente escalera, y, en ese momento, me
exasperó hasta la demencia. Enarbolé el hacha, y, olvidando en mi furor el
temor pueril que hasta entonces contuviera mi mano, asesté al animal un
golpe que habría sido mortal si le hubiese alcanzado como deseaba; pero el
golpe fue evitado por la mano de mi mujer. Su intervención me produjo
una rabia más que diabólica; desembaracé mi brazo del obstáculo y le
hundí el hacha en el cráneo. Y sucumbió instantáneamente, sin exhalar un
solo gemido mi desdichada mujer.
Consumado este horrible asesinato, traté de esconder el cuerpo.
Juzgué que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de
noche, sin correr el riesgo de ser observado por los vecinos. Numerosos
proyectos cruzaron por mi mente. Pensé primero en dividir el cadáver en
pequeños trozos y destruirlos por medio del fuego. Discurrí luego cavar una
fosa en el suelo del sótano. Pensé más tarde arrojarlo al pozo del patio:
después meterlo en un cajón, como mercancía, en la forma acostumbrada,
y encargar a un mandadero que lo llevase fuera de la casa. Finalmente, me
detuve ante una idea que consideré la mejor de todas.
Resolví emparedarlo en el sótano, como se dice que los monjes de la Edad
Media emparedaban a sus víctimas. En efecto, el sótano parecía muy
adecuado para semejante operación. Los muros estaban construidos muy a
la ligera, y recientemente habían sido cubiertos, en toda su extensión de
una capa de mezcla, que la humedad había impedido que se endureciese.
Por otra parte, en una de las paredes había un hueco, que era una falsa
chimenea, o especie de hogar, que había sido enjabegado como el resto
del sótano. Supuse que me sería fácil quitar los ladrillos de este sitio,
introducir el cuerpo y colocarlos de nuevo de manera que ningún ojo
humano pudiera sospechar lo que allí se ocultaba. No salió fallido mi
cálculo. Con ayuda de una palanqueta, quité con bastante facilidad los
ladrillos, y habiendo colocado cuidadosamente el cuerpo contra el muro
interior, lo sostuve en esta posición hasta que hube reconstituido, sin gran
trabajo toda la obra de fábrica. Habiendo adquirido cal y arena con todas
las precauciones imaginables, preparé un revoque que no se diferenciaba
del antiguo y cubrí con él escrupulosamente el nuevo tabique. El muro no
presentaba la más ligera señal de renovación.
Hice desaparecer los escombros con el más prolijo esmero y expurgué el
suelo, por decirlo así. Miré triunfalmente en torno mío, y me dije: «Aquí, a
lo menos, mi trabajo no ha sido perdido».
Lo primero que acudió a mi pensamiento fue buscar al gato, causa de tan
gran desgracia, pues, al fin, había resuelto darle muerte. De haberle
encontrado en aquel momento, su destino estaba decidido; pero, alarmado
el sagaz animal por la violencia de mi reciente acción, no osaba presentarse
ante mí en mi actual estado de ánimo.
Sería tarea imposible describir o imaginar la profunda, la feliz sensación
de consuelo que la ausencia del detestable animal produjo en mi corazón.
No apareció en toda la noche, y por primera vez desde su entrada en mi
casa, logré dormir con un sueño profundo y sosegado: sí, dormí, como un
patriarca, no obstante tener el peso del crimen sobre el alma.
Transcurrieron el segundo y el tercer día, sin que volviera mi verdugo. De
nuevo respiré como hombre libre. El monstruo en su terror, había
abandonado para siempre aquellos lugares. Me parecía que no lo volvería a
ver. Mi dicha era inmensa. El remordimiento de mi tenebrosa acción no me
inquietaba mucho. Instruyose una especie de sumaria que fue sobreseída
al instante. La indagación practicada no dio el menor resultado. Habían
pasado cuatro días después del asesinato, cuando una porción de agentes
de policía se presentaron inopinadamente en casa, y se procedió de nuevo
a una prolija investigación. Como tenía plena confianza en la
impermeabilidad del escondrijo, no experimenté zozobra. Los funcionarios
me obligaron a acompañarlos en el registro, que fue minucioso en extremo.
Por último, y por tercera o cuarta vez, descendieron al sótano. Mi corazón
latía regularmente, como el de un hombre que confía en su inocencia.
Recorrí de uno a otro extremo el sótano, crucé mis brazos sobre mi pecho y
me paseé afectando tranquilidad de un lado para otro.
La justicia estaba plenamente satisfecha, y se preparaba a marchar. Era
tanta la alegría de mi corazón, que no podía contenerla. Me abrasaba el
deseo de decir algo, aunque no fuese más que una palabra en señal de
triunfo, y hacer indubitable la convicción acerca de mi inocencia.
-Señores -dije, al fin, cuando la gente subía la escalera-, estoy satisfecho
de haber desvanecido vuestras sospechas. Deseo a todos buena salud y un
poco más de cortesía. Y de paso caballeros, vean aquí una casa
singularmente bien construida (en mi ardiente deseo de decir alguna cosa,
apenas sabía lo que hablaba). Yo puedo asegurar que ésta es una casa
admirablemente hecha. Esos muros... ¿Van ustedes a marcharse, señores?
Estas paredes están fabricadas sólidamente.
Y entonces, con una audacia frenética, golpeé fuertemente con el bastón
que tenía en la mano precisamente sobre la pared de tabique detrás del
cual estaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Ah! que al menos Dios me proteja y me libre de las garras del demonio.
No se había extinguido aún el eco de mis golpes, cuando una voz surgió del
fondo de la tumba: un quejido primero, débil y entrecortado como el
sollozo de un niño, y que aumentó después de intensidad hasta convertirse
en un grito prolongado, sonoro y continuo, anormal y antihumano, un
aullido, un alarido a la vez de espanto y de triunfo, como solamente puede
salir del infierno, como horrible armonía que brotase a la vez de las
gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios
regocijándose en sus padecimientos.
Relatar mi estupor sería Insensato. Sentí agotarse mis fuerzas, y caí
tambaleándome contra la pared opuesta. Durante un instante, los agentes,
que estaban ya en la escalera, quedaron paralizados por el terror. Un
momento después, una docena de brazos vigorosos caían demoledores
sobre el muro, que vino a tierra en seguida.
El cadáver, ya bastante descompuesto y cubierto de sangre cuajada,
apareció rígido ante la vista de los espectadores. Encima de su cabeza, con
las rojas fauces dilatadas y el ojo único despidiendo fuego, estaba subida la
abominable bestia, cuya malicia me había inducido al asesinato, y cuya voz
acusadora me había entregado al verdugo...
Al tiempo mismo de esconder a mi desgraciada víctima, había emparedado al monstruo.

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