viernes, 17 de abril de 2015

PAULA, LA NINFÓMANA. Henry Miller


[…] la ninfómana llamada Paula. Esta se mueve con ese balanceo flexible y garboso del sexo ambiguo, todos sus movimientos irradian de la ingle, siempre en equilibrio, siempre lista para flotar, para serpentear y retorcerse, y asir, con los ojos haciendo tictac, los dedos de los pies crispándose y centelleando, la carne rizándose como un lago surcado por una brisa. Es la encarnación de la alucinación del sexo, la ninfa del mar culebreando en los brazos del maníaco. Los observo a los dos mientras se mueven espasmódicamente centímetro a centímetro por la pista; se mueven como un pulpo excitado por el celo. Entre los tentáculos balanceantes la música riela y fulgura, tan pronto rompe en una cascada de esperma y agua de rosas, como forma de nuevo un chorro aceitoso, una columna que se alza erecta sin base, se desintegra otra vez como greda, dejando la parte superior de la pierna fosforescente, una cebra de pie en un charco de malvavisco dorado con charnelas de goma y pezuñas derretidas, con el sexo desatado y retorcido en un nudo. En el suelo marino las ostras bailan la danza de San Vito, unas con trismo, otras con rodillas de articulación doble.
     La música está espolvoreada con raticida, con el veneno de la serpiente de cascabel, con el fétido aliento de la gardenia, con el esputo del yak sagrado, con el sudor de la rata almizclera, la nostalgia confitada del leproso. La música es una diarrea, un lago de gasolina, estancado con cucarachas y orina de caballo rancia. Las empalagosas notas son la espuma y la baba del epiléptico, el sudor nocturno de la negra fornicadora jodida por el judío. Toda América está en la embarradura del trombón, ese relincho agotado y exhausto de las morsas gangrenadas atracadas a la altura de Point Loma, Pawtucket, cabo Hatteras, Labrador, Carnarsie y puntos intermedios. El pulpo está bailando como una picha de goma: la rumba de Spuyten Duyvil inédit. Laura, la ninfómana, está bailando la rumba, la encarnación de la alucinación del sexo, la ninfa del mar culebreando en los brazos del maníaco. Los miro bailando la rumba, con el sexo exfoliado y retorcido como la cola de una vaca. En el vientre del trombón se encuentra el alma americana perdiéndose a sus anchas. Nada se desperdicia: ni el menor esputo de un pedo. En el sueño dorado y dulzón de la felicidad, en la danza de orina y gasolina pastosas, la gran alma del continente americano galopa como un pulpo, con todas las alas desplegadas, todas las escotillas echadas, y el motor zumbando como una dinamo.
     La gran alma dinámica atrapada en el clic del ojo de la cámara, en el ardor del celo, exangüe como un pez, resbaladiza como mucosidad, el alma de gentes de razas diferentes copulando en el suelo marino, con ojos desorbitados por el deseo, atormentados por la lascivia. La danza del sábado por la noche, la danza de melones que se pudren en el cubo de la basura, de moco verde fresco y ungüentos viscosos para las partes tiernas. La danza de las máquinas tragaperras y de los monstruos que las inventan. La danza de los revólveres y de los cabrones que lo usan. La danza de la cachiporra y de los capullos que golpean sesos hasta convertirlos en un pulpo de pólipo. La danza del mundo del magneto, de la bujía que no hace chispa, del suave zumbido del mecanismo perfecto, de la carrera de velocidad en una plataforma giratoria, del dólar a la par y los bosques muertos y mutilados. El sábado por la noche de la danza apagada del alma, en la que cada bailarín que brinca es una unidad funcional o el baile de San Vito del sueño de la culebrilla, Laura, la ninfómana, sacudiendo el coño, con los dulces labios de pétalo de rosa dentados con garras de rodamiento de bolas, con el culo como una articulación esférica. Centímetro a centímetro, milímetro a milímetro, empujan por la pista el cadáver copulador. Y después, ¡zas! Como si desconectaran un conmutador, cesa la música de repente y con la interrupción los bailarines se separan, con los brazos y las piernas intactos, como hojas de té que bajan al fondo de la taza. Ahora el aire está azul de palabras, un lento chisporroteo como el del pescado en la plancha. La broza del alma vacía alzándose como cháchara de monos en las ramas más altas de los árboles. El aire azul de palabras que salen por los ventiladores, y vuelven de nuevo en el sueño por túneles y chimeneas arrugadas, aladas como el antílope, rayadas como la cabra, ora inmóvil como un molusco, ora escupiendo llamas. Laura, la ninfómana, fría como una estatua, con las partes devoradas y el cabello arrebatado musicalmente. Al borde del sueño, Laura de pie con los labios mudos y sus palabras cayendo como polen a través de una niebla. La Laura de Petrarca sentada en un taxi, cada una de cuyas palabras suena en la caja registradora, y después queda esterilizada, y luego cauterizada. Laura, el basilisco hecho enteramente de amianto, caminando a la hoguera con la boca llena de goma de mascar. Excelente es la palabra que lleva en los labios. Los pesados labios aflautados de la concha marina. Los labios de Laura, los labios de un amor uranio. Todo flotando hacia la sombra a través de la niebla en declive. Ultimas heces murmurantes de labios como conchas deslizándose a lo largo de la costa del Labrador, escurriéndose hacia el este en la corriente de yodo. Laura perdida, la última de los Petrarcas, desvaneciéndose lentamente al borde del sueño. No es gris el mundo, sino falto de lascivia, el ligero sueño de bambú de la inocencia suave como la superficie de una cuchara.
     Y esto en la negra nada frenética del vacío de la ausencia deja una deprimente sensación de desaliento saturado, que no es sino el alegre gusano juvenil de la exquisita ruptura de la muerte con la vida. Desde ese cono invertido del éxtasis la vida volverá a alzarse hasta la prosaica eminencia del rascacielos, a arrastrarme por los pelos y los dientes, henchido de una tremenda alegría vacía, el feto animado del nonato gusano de la muerte al acecho de la descomposición y la putrefacción. 

— Henry Miller, Trópico de Capricornio, trad. Carlos Manzano (México: Punto de lectura. 2011) 134-138 pp. 

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