–Cuanto antes acabemos, mejor –dijo Camier.
–Es cierto –dijo Mercier.
Hace unos meses, oímos en París al actor irlandés Mac Gowran recitar para sí mismo algunos poemas de Beckett y también fragmentos de sus novelas y de su teatro. No creo haber visto nunca a un intérprete identificarse hasta tal punto con una obra: ni siquiera el autor hubiera mostrado más convicción y fervor. Totalmente absorto en sí mismo, parecía indiferente al mundo exterior e incluso a la idea misma del público. Con su atuendo de mendigo, de un dios–mendigo, se movía en círculo como para expresar mejor que no se dirigía a nadie. Si recuerdo aquella noche en que ofició más que recitó o actuó, es porque no olvidaré fácilmente el sobrecogimiento que sentí cuando le oí pronunciar con una claridad definitiva la frase: «Lamento haber nacido». Creí haber descubierto de repente la clase de los personajes de Beckett, me pareció que todos ellos hubieran podido proferir esas palabras, que las proferían, en efecto, de otra manera, que ellas constituían el fondo de sus apotegmas y de sus bagatelas. Son seres que se extrañan de estar vivos, que ignoran lo que se llama una vida. Han pasado del nacimiento a la agonía sin transición, sin existencia: desechos que no tienen ya nada que aprender ni afrontar, que rumian futilidades risueños o estupefactos, y que de vez en cuando, por desprecio, lanzan algunas paradojas, algunos oráculos. Sólo se les comprende si se admite que 98 algo está irremediablemente roto, terminado, que pertene-[99]cen no al fin de la historia sino a lo que vendrá luego, a ese futuro quizás inminente, quizá lejano, en el cual la degradación del hombre alcanzará la perfección de una utopía al revés. La más descabellada de todas las utopías es la del superhombre. Anunciando en la parte fastidiosamente «constructiva» de su obra un nuevo tipo de humanidad, Nietzsche cayó en el ridículo y mostró su ingenuidad; no hace falta ser en absoluto profeta para ver con claridad que el hombre ha agotado ya lo mejor de sí mismo, que está perdiendo la compostura, si es que no la ha perdido ya. «El universo entero apesta a cadáver», dice Clov en Fin de partida, esa respuesta a Zaratustra. Sólo se es libre cuando se vive como si no se hubiera nacido, como si, en la hipótesis de una elección anterior a la existencia, hubiésemos articulado un no inequívoco. Cuando nos hemos convencido del desastre que representa el nacimiento, toda espera es una espera sin objeto. «El fin está en el comienzo y sin embargo continuamos», dice Hamm. Como él, Vladimir y Estragón no esperan nada ni a nadie: para ellos no vendrá nadie, nadie ha venido nunca. Incapaces de aceptar la calamidad de haber nacido, no saben por qué están aquí. ¿Con qué horizonte podrían contar cuando el «paraíso», quintaesencia y símbolo de toda espera, sólo es apenas imaginable en el espacio anterior al nacimiento, anterior a la historia e incluso anterior al ser? El ser, reconozcámoslo, no ha satisfecho nunca a nadie. Consentir en procrear es un verdadero atentado contra el saber, contra el conocimiento, una 99 empresa que parece inconcebible cuando se piensa en las ventajas de la inexistencia, en el milagro de una virtualidad no degradada en acto. El nacimiento no es el signo de la decadencia sino la decadencia misma. «¡Canalla! ¿Por qué me has [100] hecho?», le dice Hamm a su padre confinado en un cubo de basura. Es difícil, es imposible creer en la existencia de alguien que, aunque sólo sea para sí mismo, no haya pronunciado alguna vez semejante reproche. Por todas partes no hay más que padres culpables, devorados por el remordimiento, frente a sus vástagos furiosos por existir. No se puede perdonar a los genitores y en ese sentido se debería acusar de crimen más que de pecado al primero de ellos. «Pensadlo, pensadlo, estáis en la Tierra sin remedio», dice también Hamm. Pero él no se mata, él está más allá del suicidio, como lo están igualmente Estragón y Vladimir, quienes, a fin de cuentas, son superiores a la cuerda alrededor de la cual dan vueltas. Para matarse hace falta tener algo que matar o por lo menos hacerse cómplice de la propia negación. Precipitarse a la muerte significaría identificarse con algo, ceder a la seriedad, arruinar la ironía. En general, a los personajes de Beckett les repugna hacer gestos «importantes», retroceden ante toda ocupación que pudiera colocarles al mismo nivel que sus semejantes. Y, curiosamente, ellos, que no se rebajan a los actos, por el hecho mismo de negarse a actuar alcanzan lo verdadero, lo esencial, pues es evidente que no tenemos nada que hacer ni aquí ni en ningún otro lugar; eso ellos lo saben como nunca nadie lo ha sabido. Pero no es legítimo evocar a sus semejantes. No tienen semejantes. Mejor dicho, ni siquiera son mortales. ¿Qué son entonces? No se sabe. «¿Adónde iría yo si pudiera ir a algún sitio, qué sería yo si pudiera ser algo, qué diría yo si tuviera una voz que hablase así, 100 pretendiendo ser yo?», leemos en uno de los libros más bellos de Beckett, cuyo título, cosa rara en él, es al mismo tiempo un comentario: Textos para nada. Acusar al nacimiento es una desintoxicación y una [101] liberación. El budista, que se ejercita en ello desde siempre, alcanza con más seguridad que el cristiano el desapego y la serenidad. Si no se rumia la inoportunidad de toda llegada al mundo es imposible la liberación, cualquier clase de liberación. Tan intemporales como los ángeles, como ángeles devastados por el humor, los personajes de Beckett conocen la libertad extrema –no me atrevo a decir la alegría– de sentirse superfluos, desposeídos, fuera de juego, excluidos de la cadena de los vivos. «Todo esto no es asunto nuestro», parece ser su lema. En cuanto pronuncian la menor afirmación, la minan inmediatamente con una contra–afirmación, pues afirmar es para ellos proferir futilidades: se retractan y contradicen indefinidamente por temor a hundirse en alguna verdad. Si bien Beckett anota sus palabras fluctuantes con cierta distancia, describe en cambio con amor sus miserias psicológicas, se precipita en su decrepitud y, a medida que les despoja de los atributos exteriores de la humanidad, se anima, exulta y se vuelve casi lírico. Su universo es quizás un infierno, pero un infierno milagroso, puesto que en él uno se libera de la doble tarea de vivir y de morir.
1970
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