Hotel Majory 20, rue Monsieur le Prince París, 29 de abril de 1957
Estimado amigo: Habiendo adquirido para mí sus observaciones a mi prefacio la importancia de una intimación, creo que le debo una explicación. Y estoy tanto más dispuesto a dársela cuanto que su forma de fe es la única que aprecio: ¿acaso no ha opuesto usted siempre las desgarraduras de la salvación a las de la duda? El escéptico no posee ninguna ventaja sobre el creyente: el primero soporta la carga de sus perplejidades, el segundo la de sus certezas. Estemos donde estemos, nos exponemos al vértigo, tropezamos con lo Insostenible. Me reprocha usted las palabras «la dulce mediocridad de los Evangelios». Sin embargo, ¿puede un hijo de pope escribir otras? En cuanto comencé a definirme, lo hice por reacción contra las verdades de mi padre, contra el cristianismo. A esa razón exterior se añade otra, íntima: mi incapacidad de comprender a Cristo, e incluso de imaginarlo. Por el contrario, Dios no ha dejado nunca de obsesionarme y de torturarme; los sufrimientos que me ha infligido son el honor de mi 66 vida, un desastre inesperado, un infierno que me redime ante mí mismo. Pero si Él ha sido preservado en mis pensamientos, no lo ha [70] sido en mi corazón: nunca he podido amarlo... Me considero un creyente sin la gracia. Estoy seguro de que esta paradoja no le hará sonreír, pues usted conoce sin duda esos momentos en que daríamos todo el universo por una oración, pero en que ninguna palabra se adhiere al misterio, esos instantes en los que se permanece fulminado en el umbral de una llamada, y en los que nos hallamos tan lejos de nosotros mismos como de todo. Imposible enumerar todas mis imposibilidades. Y en el fondo importan tan poco... Pero es hora ya de que concluya y vuelva a lo esencial: darle las gracias por haberme turbado y expresarle mi afectuosa admiración.
E. M. Cioran
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