sábado, 22 de mayo de 2021
Un infierno milagroso - Emil Cioran
–Cuanto antes acabemos, mejor –dijo Camier.
–Es cierto –dijo Mercier.
Hace unos meses, oímos en París al actor irlandés Mac Gowran recitar para sí mismo algunos poemas de Beckett y también fragmentos de sus novelas y de su teatro. No creo haber visto nunca a un intérprete identificarse hasta tal punto con una obra: ni siquiera el autor hubiera mostrado más convicción y fervor. Totalmente absorto en sí mismo, parecía indiferente al mundo exterior e incluso a la idea misma del público. Con su atuendo de mendigo, de un dios–mendigo, se movía en círculo como para expresar mejor que no se dirigía a nadie. Si recuerdo aquella noche en que ofició más que recitó o actuó, es porque no olvidaré fácilmente el sobrecogimiento que sentí cuando le oí pronunciar con una claridad definitiva la frase: «Lamento haber nacido». Creí haber descubierto de repente la clase de los personajes de Beckett, me pareció que todos ellos hubieran podido proferir esas palabras, que las proferían, en efecto, de otra manera, que ellas constituían el fondo de sus apotegmas y de sus bagatelas. Son seres que se extrañan de estar vivos, que ignoran lo que se llama una vida. Han pasado del nacimiento a la agonía sin transición, sin existencia: desechos que no tienen ya nada que aprender ni afrontar, que rumian futilidades risueños o estupefactos, y que de vez en cuando, por desprecio, lanzan algunas paradojas, algunos oráculos. Sólo se les comprende si se admite que 98 algo está irremediablemente roto, terminado, que pertene-[99]cen no al fin de la historia sino a lo que vendrá luego, a ese futuro quizás inminente, quizá lejano, en el cual la degradación del hombre alcanzará la perfección de una utopía al revés. La más descabellada de todas las utopías es la del superhombre. Anunciando en la parte fastidiosamente «constructiva» de su obra un nuevo tipo de humanidad, Nietzsche cayó en el ridículo y mostró su ingenuidad; no hace falta ser en absoluto profeta para ver con claridad que el hombre ha agotado ya lo mejor de sí mismo, que está perdiendo la compostura, si es que no la ha perdido ya. «El universo entero apesta a cadáver», dice Clov en Fin de partida, esa respuesta a Zaratustra. Sólo se es libre cuando se vive como si no se hubiera nacido, como si, en la hipótesis de una elección anterior a la existencia, hubiésemos articulado un no inequívoco. Cuando nos hemos convencido del desastre que representa el nacimiento, toda espera es una espera sin objeto. «El fin está en el comienzo y sin embargo continuamos», dice Hamm. Como él, Vladimir y Estragón no esperan nada ni a nadie: para ellos no vendrá nadie, nadie ha venido nunca. Incapaces de aceptar la calamidad de haber nacido, no saben por qué están aquí. ¿Con qué horizonte podrían contar cuando el «paraíso», quintaesencia y símbolo de toda espera, sólo es apenas imaginable en el espacio anterior al nacimiento, anterior a la historia e incluso anterior al ser? El ser, reconozcámoslo, no ha satisfecho nunca a nadie. Consentir en procrear es un verdadero atentado contra el saber, contra el conocimiento, una 99 empresa que parece inconcebible cuando se piensa en las ventajas de la inexistencia, en el milagro de una virtualidad no degradada en acto. El nacimiento no es el signo de la decadencia sino la decadencia misma. «¡Canalla! ¿Por qué me has [100] hecho?», le dice Hamm a su padre confinado en un cubo de basura. Es difícil, es imposible creer en la existencia de alguien que, aunque sólo sea para sí mismo, no haya pronunciado alguna vez semejante reproche. Por todas partes no hay más que padres culpables, devorados por el remordimiento, frente a sus vástagos furiosos por existir. No se puede perdonar a los genitores y en ese sentido se debería acusar de crimen más que de pecado al primero de ellos. «Pensadlo, pensadlo, estáis en la Tierra sin remedio», dice también Hamm. Pero él no se mata, él está más allá del suicidio, como lo están igualmente Estragón y Vladimir, quienes, a fin de cuentas, son superiores a la cuerda alrededor de la cual dan vueltas. Para matarse hace falta tener algo que matar o por lo menos hacerse cómplice de la propia negación. Precipitarse a la muerte significaría identificarse con algo, ceder a la seriedad, arruinar la ironía. En general, a los personajes de Beckett les repugna hacer gestos «importantes», retroceden ante toda ocupación que pudiera colocarles al mismo nivel que sus semejantes. Y, curiosamente, ellos, que no se rebajan a los actos, por el hecho mismo de negarse a actuar alcanzan lo verdadero, lo esencial, pues es evidente que no tenemos nada que hacer ni aquí ni en ningún otro lugar; eso ellos lo saben como nunca nadie lo ha sabido. Pero no es legítimo evocar a sus semejantes. No tienen semejantes. Mejor dicho, ni siquiera son mortales. ¿Qué son entonces? No se sabe. «¿Adónde iría yo si pudiera ir a algún sitio, qué sería yo si pudiera ser algo, qué diría yo si tuviera una voz que hablase así, 100 pretendiendo ser yo?», leemos en uno de los libros más bellos de Beckett, cuyo título, cosa rara en él, es al mismo tiempo un comentario: Textos para nada. Acusar al nacimiento es una desintoxicación y una [101] liberación. El budista, que se ejercita en ello desde siempre, alcanza con más seguridad que el cristiano el desapego y la serenidad. Si no se rumia la inoportunidad de toda llegada al mundo es imposible la liberación, cualquier clase de liberación. Tan intemporales como los ángeles, como ángeles devastados por el humor, los personajes de Beckett conocen la libertad extrema –no me atrevo a decir la alegría– de sentirse superfluos, desposeídos, fuera de juego, excluidos de la cadena de los vivos. «Todo esto no es asunto nuestro», parece ser su lema. En cuanto pronuncian la menor afirmación, la minan inmediatamente con una contra–afirmación, pues afirmar es para ellos proferir futilidades: se retractan y contradicen indefinidamente por temor a hundirse en alguna verdad. Si bien Beckett anota sus palabras fluctuantes con cierta distancia, describe en cambio con amor sus miserias psicológicas, se precipita en su decrepitud y, a medida que les despoja de los atributos exteriores de la humanidad, se anima, exulta y se vuelve casi lírico. Su universo es quizás un infierno, pero un infierno milagroso, puesto que en él uno se libera de la doble tarea de vivir y de morir.
1970
Carta de E.M. Cioran a François Mauriac
Hotel Majory 20, rue Monsieur le Prince París, 29 de abril de 1957
Estimado amigo: Habiendo adquirido para mí sus observaciones a mi prefacio la importancia de una intimación, creo que le debo una explicación. Y estoy tanto más dispuesto a dársela cuanto que su forma de fe es la única que aprecio: ¿acaso no ha opuesto usted siempre las desgarraduras de la salvación a las de la duda? El escéptico no posee ninguna ventaja sobre el creyente: el primero soporta la carga de sus perplejidades, el segundo la de sus certezas. Estemos donde estemos, nos exponemos al vértigo, tropezamos con lo Insostenible. Me reprocha usted las palabras «la dulce mediocridad de los Evangelios». Sin embargo, ¿puede un hijo de pope escribir otras? En cuanto comencé a definirme, lo hice por reacción contra las verdades de mi padre, contra el cristianismo. A esa razón exterior se añade otra, íntima: mi incapacidad de comprender a Cristo, e incluso de imaginarlo. Por el contrario, Dios no ha dejado nunca de obsesionarme y de torturarme; los sufrimientos que me ha infligido son el honor de mi 66 vida, un desastre inesperado, un infierno que me redime ante mí mismo. Pero si Él ha sido preservado en mis pensamientos, no lo ha [70] sido en mi corazón: nunca he podido amarlo... Me considero un creyente sin la gracia. Estoy seguro de que esta paradoja no le hará sonreír, pues usted conoce sin duda esos momentos en que daríamos todo el universo por una oración, pero en que ninguna palabra se adhiere al misterio, esos instantes en los que se permanece fulminado en el umbral de una llamada, y en los que nos hallamos tan lejos de nosotros mismos como de todo. Imposible enumerar todas mis imposibilidades. Y en el fondo importan tan poco... Pero es hora ya de que concluya y vuelva a lo esencial: darle las gracias por haberme turbado y expresarle mi afectuosa admiración.
E. M. Cioran
El útlimo delicado. Emil Cioran habla sobre Borges
Querido amigo:
El mes pasado, durante su visita a París, me pidió usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus “admiradores”, de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello.
Creo haberle dicho un día que si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado. En Europa, como ejemplar similar, se puede pensar en un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a principios de siglo un excelente libro sobre la poesía inglesa (fue después de leerlo, durante la última guerra, cuando me decidí a aprender el inglés) y que ha hablado con admirable agudeza de Sterne, Gogol, Kierkegaard y también del Magreb o de la India. Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado sin embargo reconciliarlas. Fue un espíritu universal al que sólo le faltó la gracia, la seducción. Es ahí donde aparece la superioridad de Borges, seductor inigualable que llega a dar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos.
Nunca me han atraído los espíritus confinados en una sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre, y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad. Vuelto hacia otros horizontes, he intentado siempre saber qué sucedía en todas partes. A los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ese es el drama, pero también la ventaja de haber nacido en un medio “cultural” de segundo orden. Lo extranjero se había convertido en un dios para mí. De ahí esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías, de devorarlas con un ardor mórbido. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América Latina, y he observado que sus representantes están infinitamente más informados y son mucho más cultivados que los occidentales, irremediablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veía a nadie con una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la manía, hasta el vicio, y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión, todo lo que no degenere en fervor un poco perverso es superficial, es decir, irreal.
Siendo estudiante, tuve que interesarme por los discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, un tal Philip Mainlander me había llamado particularmente la atención. Autor de una Filosofía de la Liberación, poseía además para mí el aura que confiere el suicidio. Totalmente olvidado, yo me jactaba de ser el único que me interesaba por él, lo cual no tenía ningún mérito, dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muchos años más tarde, leí un texto de Borges que lo sacaba precisamente del olvido. Si le cito este ejemplo es porque a partir de ese momento me puse a reflexionar seriamente sobre la condición de Borges, destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones, aunque no fuese más que para escapar a la asfixia argentina. Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.
Puesto que le interesa saber qué es lo que más aprecio en Borges, le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno desde el momento en que él mismo es el centro de todo. La curiosidad universal es signo de vitalidad únicamente si lleva la huella absoluta de un yo, de un yo del que todo emana y en el que todo acaba: comienzo y fin que puede, soberanía de lo arbitrario, interpretarse según los criterios que se quiera. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto? El Yo, farsa suprema. El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schegel, hoy, se halla adosado a la Patagonia.
Una vez más, no podemos sino deplorar que una sonrisa enciclopédica y una visión tan refinada como la suya susciten una aprobación general, con todo lo que ello implica. Pero, después de todo, Borges podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al último delicado.
E.M. Cioran
Acabar con todo - Octavio Paz
Dame, llama invisible, espada fría,
tu persistente cólera,
para acabar con todo,
oh mundo seco,
oh mundo desangrado,
para acabar con todo.
Arde, sombrío, arde sin llamas,
apagado y ardiente,
ceniza y piedra viva,
desierto sin orillas.
Arde en el vasto cielo, laja y nube,
bajo la ciega luz que se desploma
entre estériles peñas.
Arde en la soledad que nos deshace,
tierra de piedra ardiente,
de raíces heladas y sedientas.
Arde, furor oculto,
ceniza que enloquece,
arde invisible, arde
como el mar impotente engendra nubes,
olas como el rencor y espumas pétreas.
Entre mis huesos delirantes, arde;
arde dentro del aire hueco,
horno invisible y puro;
arde como arde el tiempo,
como camina el tiempo entre la muerte,
con sus mismas pisadas y su aliento;
arde como la soledad que te devora,
arde en ti mismo, ardor sin llama,
soledad sin imagen, sed sin labios.
Para acabar con todo,
oh mundo seco,
para acabar con todo.
martes, 2 de febrero de 2021
¡Matemos a los pobres! - Charles Baudelaire
Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas. Había, pues, digerido -es decir, tragado- todas las elucubraciones de esos contratistas de la felicidad pública de los que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos y de los que llegan a persuadirles de que todos son reyes destronados-. No habrá de causar sorpresa que estuviese yo entonces en una disposición de espíritu cercana del vértigo o de la estupidez.
Únicamente me había parecido que sentía, confinado en el fondo de mi intelecto, el germen obscuro de una idea superior a todas las fórmulas de buena mujer, cuyo diccionario había recorrido yo no hacía mucho. Pero no era más que la idea de una idea, algo infinitamente vago.
Y salí con una gran sed. Porque el gusto apasionado de las malas lecturas engendra una necesidad en proporción de aire libre y de refrescos.
A punto de entrar en la taberna, un mendigo me alargó el sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían tronos si el espíritu moviese la materia y si los ojos de un magnetizador hiciesen madurar las uvas.
Al mismo tiempo oí una voz que me cuchicheaba al oído, una voz que reconocí perfectamente: era la de un Ángel bueno o la de un Demonio bueno, que a todas partes me acompaña. Puesto que Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué no había yo de tener mi Ángel bueno, y por qué no tendría, como Sócrates, el honor de alcanzar mi certificado de locura, firmado por el sutil Lélut y por el avispado Baillarger?
Esta diferencia existe entre el Demonio de Sócrates y el mío; que el de Sócrates no se le manifestaba sino para defender, avisar o impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. El pobre Sócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es gran afirmador, el mío es Demonio de acción, Demonio de combate.
Su voz, pues, me cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla.»
Inmediatamente me arrojé sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que en un segundo se volvió del tamaño de una pelota. Me partí una uña al romperle dos dientes, y como no me sentía con fuerza bastante, porque soy delicado de nacimiento y me he ejercitado poco en el boxeo, para matar al viejo con rapidez, le cogí con una mano por la solapa del vestido, le agarré del pescuezo con la otra y empecé a sacudirle vigorosamente la cabeza contra la pared. He de confesar que antes había inspeccionado los alrededores en una ojeada, para comprobar que en aquel arrabal desierto me encontraba, por tiempo bastante largo, fuera del alcance de todo agente de policía.
Como en seguida, de un puntapié en la espalda, bastante enérgico para romperle los omoplatos, acogotara al débil sexagenario, me apoderé de una gruesa rama que estaba caída y le golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un biftec.
De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce del filósofo que comprueba lo excelente de su teoría!- vi que la vieja armazón de huesos se volvía, se levantaba con energía, que nunca hubiera sospechado yo en máquina tan descompuesta, y con una mirada de odio que me pareció de buen agüero, el decrépito malandrín se me echó encima, me hinchó ambos ojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me sacudió leña en abundancia. Con mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la vida.
Hícele señas entonces, para darle a entender que yo daba por terminada la discusión, y, levantándome tan satisfecho como un sofista del Pórtico, le dije: «¡Señor mío, es usted igual a mí! Concédame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si es filántropo de veras, que a todos sus colegas, cuando la pidan limosna, hay que aplicarles la teoría que he tenido el dolor de ensayar en sus espaldas.»
Me juró que se daba cuenta de mi teoría y que sería obediente a mis consejos.
martes, 5 de enero de 2021
Gaspar Noé - Seul contre tous. Película completa subtitulada al español
Sinopsis
Francia, 1980. Un carnicero (Philippe Nahon) vive solo con su hija tras ser abandonado por su mujer. Un día la niña tiene su primera regla y corre hasta la carnicería de su padre que, al ver la sangre, cree que la pequeña ha sido violada. El carnicero sale enfurecido de la tienda y acaba agrediendo a un inocente. La niña es internada y él encerrado en prisión…
Para ver la película, diríjase al siguiente link: https://zoowoman.website/wp/movies/solo-contra-todos/
lunes, 4 de enero de 2021
Gaspar Noé - Enter the Void. Película completa subtitulada en español.
Para ver la película dirigirse al siguiente link: https://zoowoman.website/wp/movies/enter-the-void/
Sinopsis
Oscar y su hermana Linda viven desde hace poco en Tokyo. Él sobrevive traficando con drogas, ella trabaja como stripper en un club nocturno. Durante un forcejeo con la policía, Oscar cae herido tras un disparo. Aunque esté agonizando, su espíritu, fiel a la promesa de no abandonar a su hermana, rechaza abandonar el mundo de los vivos. Su espíritu vaga ahora por la ciudad y sus visiones son cada vez más caóticas.