“Las diferencias entre los filósofos antiguos y los modernos, tan chocantes y desfavorables a estos últimos, parten del hecho de que los filósofos modernos han hecho filosofía en su mesa de trabajo, en el despacho, mientras que los filósofos antiguos la hicieron en los jardines, en los mercados o a lo largo de Dios sabe qué ribera marina. Además, los antiguos, más perezosos, se pasaban mucho tiempo tumbados porque sabían muy bien que la inspiración viene de forma horizontal. De esa forma, ellos esperaban los pensamientos, mientras los modernos los fuerzan y los provocan por medio de la lectura, dando la impresión de que ninguno ha conocido el placer de la irresponsabilidad meditativa, sino que han organizado sus ideas con la aplicación propia de empresarios. Ingenieros en torno a Dios.
Muchos espíritus han descubierto lo Absoluto por haber tenido al lado un canapé.
Cada posición de la vida ofrece una perspectiva distinta de ella. Los filósofos piensan en otro mundo, porque acostumbrados a estar encorvados, se han hartado de mirar este.
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La verdad, como todo lo que implique escasez de ilusión, solamente aparece en el seno de una vitalidad comprometida. Los instintos, al no poder alimentar ya la magia de los errores en los que se baña la vida, colman sus huecos con una lucidez desastrosa. Comenzamos a ver el estado de las cosas y entonces ya no podemos vivir. Sin errores, la vida es un bulevar desierto en el que deambulamos como si fuéramos peripatéticos de la tristeza.
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Cuando ya no estés de acuerdo con el mundo, ni de pensamiento ni de corazón, echa a correr y no te pares, para que el ritmo de los pasos te rodee y olvides que la naturaleza está hecha de lágrimas. De lo contrario volverás a ser jardinero del suicidio.
La locura es un derrumbamiento del yo dentro del yo, una exasperación de la identidad. Cuando se pierde la razón, nada puede impedirnos ya el ser ilimitados en nosotros mismos.
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La alegría es el reflejo psíquico de la pura existencia, de una existencia que no es capaz más que de ella misma.
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El deseo de morir esconde tantas garantías de absoluto y de perfección, tanta insensibilidad al error, que la sed de vivir gana en encanto por el prestigio de lo imperfecto y por la atracción de los errores perfumados. ¿No resulta más raro apegarse a la imperfección? La predilección por lo extraño salva la vida; la muerte se hunde en la evidencia.
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El hombre no sabe hasta dónde puede extenderse ni hasta dónde llegan sus límites. Continuamente olvidamos la fatalidad de la individuación y vivimos como si fuéramos todo lo que vemos. Sin esa ilusión, cualquier cosa que hiciésemos nos revelaría nuestros límites.
Pero la conciencia de la individuación nos hincaría en el mundo porque nos revelaría de forma inmisericorde un lugar del que difícilmente podríamos jactarnos; de modo que estamos perdidos porque no conocemos nuestros límites y, quizá si los supiésemos, aún lo estaríamos más.
El hombre busca a tientas su destino, altivo y triste porque no lo encuentra. Sólo el desastre revela la pequeñez de la individuación; pues él nos hace sentir el desconsuelo de vernos limitados en todo y, en primer lugar, en nosotros mismos.
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Cuando te estremeces de soledad, te invade la sensación de estar forjado de una sustancia distinta al mundo. Y por más objeciones abstractas que opongas, en la práctica no podrás traspasar ese doloroso e irreductible aislamiento. Los hombres parecen víctimas de un inconfesable error, y la existencia, un vacío consagrado a nuestra pasión por el descarrío. ¿Qué has hecho crecer dentro de ti para que la existencia no pueda ya contenerte? La eternidad es demasiado pequeña para un alma inmensa y loca, discordante por su infinitud con la existencia. ¿Qué otra cosa, de un mundo enmudecido, podría abrirse paso hasta ella?
Un pensamiento seca mares, pero no puede enjugar una lágrima; oscurece a los astros, pero no puede alumbrar a otro pensamiento, una aureola del desconsuelo.
Un pensamiento seca mares, pero no puede enjugar una lágrima; oscurece a los astros, pero no puede alumbrar a otro pensamiento, una aureola del desconsuelo.
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La lucidez es el resultado de una mengua de vitalidad, como cualquier falta de ilusión. Darse cuenta de algova en contra de la vida; tenerlo claro, todavía más. Se es mientras no se sabe que se es. Ser significa engañarse.
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La necesidad de probar una afirmación, de cazar argumentos a diestro y siniestro, presupone una anemia del espíritu, una inseguridad de la inteligencia, pero también de la persona en general. Cuando un pensamiento nos invade poderosa y violentamente, surge de la sustancia de nuestra existencia; probarlo, cercarlo con argumentos, significa debilitarlo y dudar de nosotros. Un poeta o un profeta no demuestran nada porque su pensamiento es su ser; la idea no se diferencia de la existencia. El método y el sistema son la muerte de la razón. Incluso Dios piensa de manera fragmentaria; en fragmentos absolutos.
Siempre que tratamos de demostrar algo nos situamos fuera del pensamiento, junto a él, no sobre él. Los filósofos viven de forma paralela a las ideas; las persiguen paciente y prudentemente, y si por ventura las encuentran, no están nuca dentro de ellas.
¿Cómo podemos hablar del sufrimiento, de la inmortalidad, del cielo y del desierto, sin ser sufrimiento, inmortalidad, cielo y desierto? Un pensador tiene que ser todo cuanto dice. Eso se aprende de los poetas y de los goces y dolores que experimentamos al tiempo de vivir.
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La consistencia de una verdad se mide exclusivamente por el sufrimiento que esconde. El sufrimiento que produzca una idea será el único criterio de su vitalidad.
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La sinceridad, expresión de la inadaptabilidad a las ambigüedades esenciales de la vida, deriva de una vitalidad vacilante. Quien la practica no se expone al peligro como se cree comúnmente, sino que ya está en peligro, al igual que todo hombre que separa la verdad de la mentira.
La inclinación a la sinceridad es un síntoma enfermizo por excelencia, una crítica de la vida. Quien no ha matado en sí mismo al ángel está destinado a la desaparición. Sin yerros no se puede respirar ni tan siquiera un instante.
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Solamente embriagándonos de nuestros propios pecados podemos llevar la carga de la vida. Hay que trocar cada ausencia en delicia; por medio del culto elevamos nuestras deficiencias. En caso contrario nos asfixiamos.
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El único contenido positivo de la vida es negativo: el miedo a morir. La sabiduría -muerte de los reflejos- lo vence. ¿Pero cómo podemos dejar de temer a la muerte sin caer en la sabiduría? Sin separar, de alguna forma, el hecho de morir del de vivir, encontrando la vida y la muerte en el placer de la contradicción. Sin ese deleite una mente lúcida ya no puede tolerar las oposiciones de la naturaleza ni sufrir los problemas insolubles de la existencia.
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Uno puede decir con toda tranquilidad que el universo no tiene ningún sentido. Nadie se enfadará. Pero si se afirma lo mismo de un sujeto cualquiera, este protestará e incluso hará todo lo posible para que quien hizo esa afirmación no quede impune. Así somos todos: nos exoneramos de toda culpa cuando se trata de un principio general y no nos avergonzamos de quedarnos reducidos a una excepción. Si el universo no tiene ningún sentido, ¿habremos librado a alguien de la maldición de ese castigo?
Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido, pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno.
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El papel del pensador es retorcer la vida por todos sus lados, proyectar sus facetas en todos sus matices, volver incesantemente sobre todos sus entresijos, recorrer de arriba abajo todos sus senderos, mirar una y mil veces el mismo aspecto, descubrir lo nuevo sólo en aquello que no haya visto con claridad, pasar los mismos temas por todos los miembros, haciendo que los pensamientos se mezclen con el cuerpo, y así hacer jirones la vida pensando hasta el final. ¿No resulta revelador de lo indefinible de la vida, de sus insuficiencias, que sólo los añicos de un espejo destrozado pueden darnos su imagen característica?”.
(Fuente: “El ocaso del pensamiento”, E. M. Cioran, Tusquets)
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