No se puede nacer y ser libre: en el instante en que nacemos, es decir, tomamos consciencia de nuestra existencia, quedamos encadenados a la vida por el motivo de que no tenemos modo de retornar en el pasado hacia ese punto en que aún no éramos nada (el suicidio tampoco es ese retorno, sino la posibilidad de aniquilar la consciencia, pues éste no hace sino corroborar la miseria en que nos vemos insatisfechos). Nacer es un dictado: siempre son otros quienes deciden por nosotros. Luego viene la educación, la cultura, la sociedad... y toda esa influencia, además de nuestra herencia genética, construye la personalidad; es decir, que tampoco podemos ser libres, dado que cada cultura tiene sus propias ideas sesgadas respecto al porvenir de los individuos: somos el engranaje de su maquinaria. Ser libre, entonces, puede significar darse cuenta de la propia esclavitud; pero esto no es aún libertad, sino que es el amanecer de una libertad que nunca se consolidará, pues la libertad es siempre un modo imperfecto de ser libre; es el modo en que, tras contemplar nuestra servidumbre, declararle la guerra a la ideología, los prejuicios, la fe, los falsos saberes, pretendemos ser libres. Es, en definitiva, una guerra perdida, y aquel que quiere ser libre se inclina hacia la derrota. Pero en un modelo de sociedad en que todos quieren triunfar, destacar sobre los otros, anhelar el fracaso es, en sí mismo, revolucionario. «Lo que se me podría reprochar es cierta complacencia en la decepción, pero, ya que todo el mundo gusta del éxito, es necesario, aunque sólo sea por prurito de simetría, que haya quienes se inclinen hacia la derrota», escribía Cioran.
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