Un día asistí a una escena extraña. Normalmente no veía gran cosa. No oía gran cosa tampoco. No me fijaba. En el fondo no estaba allí. En el fondo creo que no he estado nunca en ninguna parte. Pero ese día debí volver. Desde hacía ya algún tiempo me incordiaba un ruido. No buscaba la causa, porque me decía, Va a cesar. Pero como no cesaba no tuve más remedio que buscar la causa. Era un hombre subido al techo de un automóvil, arengando a los transeúntes. Al menos fue así como entendí la cosa. Berreaba tan fuerte que retazos de su discurso llegaban hasta mí. Unión... hermanos... Marx... capital... bistec... amor. No entendía nada. El coche se había detenido junto a la acera, ante mí, yo veía al orador de espaldas. De repente se volvió y me cuestionó. Mirad ese pingajo, dijo, ese desecho. Si no se pone a cuatro patas es porque teme la perrera. Viejo, piojoso, podrido, al cubo de la basura. Y hay miles como él, peores que él, diez mil, veinte mil —Una voz, Treinta mil. El orador continuó, Todos los días pasan delante de vosotros y cuando habéis ganado a las carreras soltáis vuestro tributo. ¿Os dais cuenta? La voz, No. Claro que no, continuó el orador, eso forma parte del decorado. Un penique, dos peniques—. La voz, Tres peniques. No se os ocurre nunca pensar, continuó el orador, que tenéis enfrente la esclavitud, el embrutecimiento, el asesinato organizado, que consagráis con vuestros sobresueldos criminales. Mirad este torturado, este pellejo. Me diréis que es culpa suya. Preguntadle a ver si es culpa suya. La voz Pregúntaselo tú. Entonces se inclinó hacia mí y me apostrofó. Yo había perfeccionado mi tablilla. Consistía ahora en dos trozos unidos por bisagras, lo que me permitía, una vez acabado el trabajo, plegarla y llevarla bajo el brazo, me gustaba hacer chapucillas. Me quité el trapo, me metí en el bolsillo las escasas monedas que había ganado, desaté los cordones de mi tablilla la plegué y me la puse bajo el brazo. ¡Pero habla, pedazo de inmolado! vociferó el orador. Después me fui, aunque fuera aún de día. Pero en general la esquina era tranquila, animada sin ser bulliciosa, próspera y conveniente. Aquél debía ser un fanático religioso, no encontraba otra explicación. Se había quizás escapado de la jaula. Tenía una cara simpática, un poco coloradota.
— Samuel Beckett, Relatos. Tradu. Félix de Azúa, Ana María Moix y Jenaro Talens. Tusquets: México, 2009., pp. 75-76
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