No me gusta amordazar al hambre; muestro mis dientes, mis colmillos, la lengua de reptil que se abre paso entre el vaho de las palabras. Imagino –quizá invento– los salmos perversos de tus muslos; la sombra que desgarro con las uñas; las gotas de néctar con las que bautizo tu boca.
Hace tiempo fui desterrado de las buenas costumbres; por eso niña, tierna tentación, derramo mis ansias en el recuerdo de tus pechos, en la diabólica circunferencia de tus nalgas, en el crucigrama de sabores de tu espalda. Pequeño bocado, despiertas mi canibalismo, mis hierros calientes, la bestia indómita de mi sangre que despierta cuando te sé presente. Cuando sé, como ahora, que me devoro tus ojos, chiquilla, con mis palabras.
Sentir mi verga palpitar dentro de ti, quemarnos en la hoguera de nuestros cuerpos atropellándose, lamer tu sudor, encajar mis uñas en tu culo para atraerte hacia mí en una gravedad poética y anarquista. El deseo es la única guía real, y el mío por ti es tal, que la idea de mandarte mi pene simbólico para que te masturbes con el cada noche es excitante. Excitante metértela en la garganta hasta que tus lágrimas anuncien un devenir por demás voluptuoso y apocalíptico. Excitante lamer el rocío de las flores de tu sexo. Excitantes morder tus pezones con sus pequeñas aureolas como dos versos de carne, como dos verbos primigenios del universo.
Mi niña tierna e inocente, quiero envolverte en mi lúbrico impulso, hacerte sangrar y que me hagas sangrar, empalarte en mi espada dura y provocada, en este ciclón de lujuria que se erige en tu nombre. Nuestra respiración como ráfagas, disparos de vapores sexuales envuelven la palabra y nuestro aliento. A las víctimas se les pone un velo encima. Tú eres mi víctima (¿o yo soy la tuya?) pero te quiero sin velos: desnuda, abierta, obscena. Muéstrate, muéstrate sin miedo y sin recelo, ahora tú, con tu sensualidad, devora mis ojos.
¡Quiero hundirme en todos tus vértigos libidinosos!
Mi vida, la navaja sobre tu cuerpo, el filo, el metal en tu vientre… ¡Córtame y mámame la sangre! Ardiente, cinematográficamente. Mis dedos, mis uñas por tu sede centrífuga. La hipnosis de tu boca entreabierta, el escape de esta dimensión. Ahora estamos. Cogemos sádicamente en el líquido amniótico de las estrellas, en esa excéntrica luz que hace más visibles las heridas y la sangre más obscura.
Mi niña preciosa, soy, finalmente, el monstruo que te quiere penetrar en dulces juegos sexuales; el que te ha llevado a los delirios de su retorcida inspiración; el que, sin conocerte totalmente, firma con semen todas las cartas que te escribe.
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