No
hablaré de cómo puede ser combatida y derribada la tiranía que hoy oprime al
pueblo italiano. Aquí nos proponemos simplemente hacer obra de clarificación de
ideas y de preparación moral para un porvenir, cercano o remoto, dado que ahora
nos es imposible hacer otra cosa. Por otra parte, cuando creyésemos llegado el
momento de una acción más efectiva… menos aún hablaríamos de ella.
Me ocuparé, pues, sólo, e hipotéticamente, de los problemas que surgen después de una insurrección triunfante y
de los métodos de violencia que algunos quisieran emplear para “hacer justicia” y otros creen necesarios para defender la Revolución
contra las insidias de los enemigos. Prescindamos de la “justicia”, concepto
que ha servido siempre de pretexto a todas las opresiones, a todas las
injusticias y que a menudo no significa otra cosa que venganza.
El odio y el deseo de venganza son sentimientos
irrefrenables que la opresión naturalmente despierta y alimenta; pero, si
pueden representar una fuerza útil para sacudir el yugo, se transforman en una
fuerza negativa cuando se trata de sustituir la opresión no por una nueva
opresión sino por la libertad y la hermandad entre los hombres.
Por esto nosotros debemos esforzarnos en suscitar los
sentimientos superiores que sacan energías de un ferviente amor del bien, aun
tratando de no romper el ímpetu, compuesto de factores buenos y malos, que es
necesario para vencer. Dejemos que la masa obre impulsada por la pasión, si
para orientarla mejor fuera necesario accionar unos frenos que se traducirían
en una nueva tiranía. Pero recordemos siempre que nosotros, anarquistas, no
podemos ser ni vengadores, ni “brazos de la justicia”. Queremos ser liberadores y debemos actuar como tales, con la
palabra y con el ejemplo.
Ocupémonos del problema más importante, que es el único
serio planteado, sobre este argumento, por mis críticos: la defensa de la
revolución.
Hay muchos que aún se sienten fascinados por la idea del
“terror”. Se les ocurre que guillotina, fusilamientos, masacres, deportaciones,
cárcel (“horca y galeras”, me decía recientemente un comunista muy conocido)
son armas poderosas e indispensables de la revolución y encuentran que si
tantas revoluciones han sido derrotadas y no han dado el resultado que se
esperaba de ellas, eso se debió a la bondad, a la “debilidad” de los
revolucionarios, que no han perseguido, reprimido, matado lo suficiente.
Es este prejuicio corriente en ciertos ambientes
revolucionarios, que tiene su origen en la retórica y en las falsificaciones
históricas de los apologistas de la Gran Revolución francesa y que han sido
reforzados en estos últimos años por la propaganda bolchevique. Pero en verdad
todo lo contrario: el terror siempre ha sido instrumento de tiranía.
En Francia, el terror sirvió a la siniestra tiranía de
Robespierre y allanó el camino a Napoleón y a la reacción subsiguiente. En
Rusia persiguieron y mataron a anarquistas y a socialistas, masacraron a
obreros y a campesinos rebeldes y truncaron el ímpetu de la revolución que
podía verdaderamente inaugurar una nueva era en la civilización. Los que creen en la eficacia revolucionaria, liberadora, de la
represión feroz tienen la misma mentalidad atrasada que los juristas que creen
que se pueda evitar el crimen y moralizar el mundo por medio de penas severas.
El terror, como la guerra, despierta los atávicos
sentimientos feroces, aún mal cubiertos por un barniz de civilización, y eleva
a los primeros puestos a los peores elementos de la población. Y, más que a
defender la revolución, sirve a desacreditarla, a hacerla odiar por las masas
y, después de un período de luchas encarnizadas, desemboca en eso que hoy
llamaríamos “normalización”, es decir en la legalización y perpetuación de la tiranía.
Que venza un bando o el otro, siempre se llega a la constitución de un gobierno
fuerte, que asegura a unos la paz a expensas de la libertad y a los otros el
dominio sin muchos riesgos.
Sé bien que los anarquistas terroristas (los pocos que
existen) rechazan el terror organizado, ejercido por orden de un gobierno por
parte de agentes remunerados, y quisieran que la masa directamente ejecutara a
sus enemigos. Pero esto no haría sino empeorar la situación. El terror puede seducir a los fanáticos, pero conviene a los que
son verdaderamente malvados, ávidos de dinero y de sangre. No hay que idealizar a la masa e imaginarla enteramente
compuesta por seres sencillos, que pueden cometer excesos, pero siempre están
animados por buenas intenciones. Los esbirros y los fascistas sirven a los
burgueses, pero salen del seno de la masa.
Hay quienes, por una razón cualquiera, no han querido o
no han podido volverse fascistas, pero están dispuestos a hacer en nombre de la
“revolución” lo que los fascistas hacen en nombre de la “patria”. Y por otra
parte, como los mercenarios de todos los regímenes siempre se mostraron
solícitos a ponerse al servicio de regímenes nuevos que triunfen volviéndose
sus más eficaces instrumentos, del mismo modo que los fascistas de hoy se apresurarán
mañana a declararse anarquistas, comunistas, o lo que se quiera, con tal de
seguir haciéndose los prepotentes y de poder desahogar sus instintos.
En caso de que no puedan hacerlo en su patria, por ser
conocidos y estar comprometidos, irán a hacerse los revolucionarios a otra
parte y tratarán de sobresalir mostrándose más violentos, más “enérgicos” que
los demás y tildando de moderados, peleles, “bomberos”, contrarrevolucionarios
a los que conciben la revolución como una gran obra de bondad y de amor. Sin duda, la revolución tiene que ser defendida y desarrollada con
lógica inexorable, pero no se debe ni se puede defenderla con medios que
contradicen a sus fines.
El gran medio de defensa de la revolución queda siempre
el de quitar a los burgueses los medios económicos de dominio, de armar a todos (mientras no se pueda inducir a todos
a tirar las armas como juguetes inútiles y peligrosos) y de interesar a la victoria a toda la gran masa de la población. Si para ganar hubiera que levantar horcas en las
plazas, yo preferiría perder.
- Errico Malatesta, 1 de Octubre de 1924.