Acabo de leer lo que usted escribió, y pensé en algunas cosas que tal vez podrían servirle.
De alguna manera, lo que usted hizo (pedirme que leyera su texto) me recordó un poco a ese otro que fui, hace algunos años. Ese que ahora veo con una mezcla de resignación, tristeza, vergüenza y hasta compasión.
Por favor, no malinterprete lo que acabo de decir. Lo digo por mi, no por usted.
Lo que esto significa es que yo mismo me veo así, pero de ningún modo a usted. Es decir, no pienso en usted y en su texto bajo esos términos que sólo reservo para mi.
En todo caso, recordé todo eso, y quise hacérselo saber, porque me parece que no puedo atribuirme ninguna cualidad particular que me faculte suficientemente como para juzgar lo que otros hacen o escriben. Una opinión es siempre un asunto parcial y minoritario. Subjetivo.
Siempre me han parecido aborrecibles mis propias opiniones. Sobre todo porque, tarde o temprano, todas ellas terminan volviéndose en mi contra, de algún modo. Y la verdad es que ya no me gusta someterme a esa clase de tormentos.
Opinar es un asunto muy triste, y no creo que mi opinión tenga alguna clase de valor especial.
A veces me parece, también, que en cuestiones literarias, no es posible tener la última palabra. Ni en literatura ni en ninguna otra cuestión.
Sin embargo, lo que si puedo hacer, es compartir con usted algunas cosas que a mi me han resultado útiles. Sobre todo para mi propia tranquilidad.
Durante mucho tiempo, a mi me atormentó la idea -a veces, no voy a negarlo, todavía me molesta- de pasar a la historia como un hito literario. Pero todo eso (aspiraciones, sueños de grandeza o reconocimiento, ilusiones, o cualquier otra cosa que se le parezca), por lo menos en cuanto al asunto de la escritura en general, no terminan siendo más que estorbos.
He ido entendiendo -porque ha sido un proceso muy largo y contundente- que, de alguna manera, si uno quiere escribir -y con esto me refiero exactamente a eso, a lo que significa dedicarse realmente a la escritura. Con todas y cada una de sus implicaciones- uno tiene que acometer una especie de abandono. Una suerte de ermitañismo emocional -valga el término- a través del cual se puedan dejar de lado todo tipo de pretensiones diferentes a la de escribir.
Abandonar cualquier tipo de ilusión banal y superflua -reconocimiento, por ejemplo, por parte de un tercero que no puede entender el profundo e íntimo contenido espiritual de lo que uno escribe-.
Por eso misma razón, yo no me siento capaz de juzgar su escrito. Me parecería muy tonto de mi parte -y además, tremendamente egoísta y pretencioso- juzgar algo que en realidad no puedo comprender del todo. Es su escrito, su estilo, su manera de decir algunas cosas que usted considera importantes que sean dichas.
Yo no puedo atribuirme el derecho de juzgar algo que no me corresponde.
Esperaría, es decir, me gustaría que usted pudiera comprender no sólo mi negativa a opinar frente a su texto, sino también que, de alguna forma, pudiera acoger esta recomendación que le hago.
Horacio Quiroga lo dijo mucho mejor que yo. En su “Decálogo del perfecto cuentista" se resume todo esto que he querido decirle, sobre todo en la última declaración.
No sé.
Cuando uno pide una opinión frente a lo que uno escribe nunca recibe lo que espera. Creo que todo esto no es nada de lo que usted esperaba. Tal vez por esa razón yo mismo ya no espero mayor cosa -ni buena ni mala- cuando escribo algo.
Lo único que uno recibe son elogios -si es que los hay, y que siempre resultan vacíos, y precisamente molestos e insoportables por esa misma vacuidad- o críticas -que si bien pueden ser bienintencionadas, certeras, agudas, pertinentes, o a veces también dañinas y mortales- nunca termina uno por asimilarlas completamente. Ya sea por vanidad, o porque uno mismo presiente que, en el fondo, no resultan ser más que malinterpretaciones o equívocos.
Sólo puedo decirle que, si usted realmente cree en lo que hace, no deje de hacerlo. Escriba.
Lamento no ser más claro, o no decirle lo que usted quería escuchar. Pero a veces también para escribir hace falta precisamente no querer escuchar nada. Tal vez sólo vale la pena escuchar a los que realmente han tenido algo importante para decir al respecto. Y a ellos usted los puede escuchar siempre. Ahí están, al alcance de una lectura.
Supongo que si uno realmente cree en lo que hace, las circunstancias se encargarán -ridícula o misteriosamente- de otorgarle a uno el lugar que le corresponde. Sea el que sea.
En el fondo es una declaración muy torpe. Pero a veces siento que vale la pena tenerla en cuenta.
De cualquier manera, sólo puedo decirle: muchas gracias por su gesto de confianza. Realmente aprecio que me haya considerado como “evaluador" de su texto. Lamento no haber sido de mucha ayuda.